Visión de Pernambuco
CRÓNICAS VIAJERAS POR RAFAEL ARRÁIZ LUCCA
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En Brasil los pernambuqueños tienen fama de inteligentes y, al parecer, es un prestigio bien ganado. En todo caso, el noreste brasileño en muchos sentidos gira alrededor de la capital de este estado: Recife. Ciudad costera que debe su nombre a un collar de arrecifes que distrae las olas antes de que lleguen a la playa. Quien se planta en la arena a mirar el mar y se esmera en atisbar el horizonte, no encontrará nada entre sus suposiciones y África. Ignoro por qué estas costas están infectadas de tiburones, pero así lo certifican los informes. También aclaran los informes que la ciudad merodea el par de millones de habitantes y que, tierra adentro hacia los sertones, pueden hallarse algunas de las zonas más pobres de Brasil.

Llegar hasta Recife desde Caracas me tomó cerca de 14 horas de viaje. El avión hizo escala en Manaos y llegó a la segunda ciudad más populosa del planeta, y allí cambié de avión para dirigirme a la capital de Pernambuco, con escala en Salvador de Bahía. Todo un periplo que habla muy mal de la integración hispano­ americana: ciudades geográficamente cercanas que se tornan lejanas por los rigores de las rutas aéreas.

Me esperaba un seminario de diez días arduos en la Universidad Federal del estado nordestino, y la convivencia con 20 profesores brasileños que no hablaban español. Diez días entendiéndonos en el latín de nuestro tiempo: el inglés; bordeando los límites de una historia apasionante: la de los Estados Unidos de América, motivo del encuentro académico al que fuimos convocados.

Pero no todo fue rigor académico y tuve espacio y tiempo para acercarme a los pliegues de la realidad brasileña. Pude distinguir entre las casas holandesas, que dan fe de la colonización temporal de los nativos de los Países Bajos, y los primeros conventos de Olinda: la colina donde los portugueses establecieron sus primeras casas y templos para la devoción de sus santos y de su único Dios, hoy en día decretada por la Unesco Patrimonio Mundial de la Humanidad por sus valores arquitectónicos. Desde las laderas de Olinda se divisa la desembocadura del río, y se advierte que la ciudad se desparrama sobre las costas fluviales y marítimas, como tapizando unas llanuras verdes y anegadas con frecuencia. En Olinda asistí a la rapidez y el ingenio de los “Repentistas”, cantantes que improvi­san en contrapunto acerca de los temas más variados, y con una gracia a ratos desopilante.

Muy parecidos a los nuestros, pero con voces menos atipladas.

Fui a la más frecuentada playa pernam­bucana, Porto de Galinhas, y fatigué la costa con la extraña impresión de que el mar se me venía encima. Los tarantines del litoral se adentran en el mar sobre palafitos, sin que las olas puedan trazar su recorrido. Allí probé un pescado servido sobre una teja y cocinado en salsa de mandioca, realmente particular. El puerto le debe su nombre a una clave: decían los traficantes de esclavos que estos habían llegado desde Angola hasta la playa, aludiendo elípticamente: “Las gallinas de Angola llegaron”. Se referían a que los africanos esclavos desembarcaban cubiertos de una ha­rina blanca que contrastaba con la tesitura de su piel, haciéndolos parecer unas gallinas de fondo negro, salpicadas de blanco. La playa, aunque hermosa, ofrece unas aguas atlánticas revueltas que pueden no avenirse fácilmente con espíritus que buscan la serenidad.

En cambio, la famosa playa de Boa Vista en Recife, se distingue por las piscinas que se forman entre los arrecifes y la arena. Sobre la avenida costanera de esa franja larga se levantan los hoteles y los edificios de apartamentos. Construidos todos con materiales locales y, la verdad, es que la utilización de lozas para recubrir el friso de los edificios no es lo más acertado. Una suerte de aire de los años setenta se respira entre las construcciones.

Pude comprobar en este viaje a Brasil que ya se ha extendido por todo el territorio de esta desmesura de país, el método de la comida por peso. No está nada mal para las urgencias y para el nervio práctico: pasas por un self service de platos caseros y te vas sirviendo lo que quieras; luego se pesa y la persona encargada anota en tu libreta el monto de lo que te llevas en el plato. Antes de salir, pagas en la caja. La comida típica pernambucana, por lo demás, ofrece algunas piezas nada despreciables.

Entre lo mejor que puede visitarse en las cercanías de Recife, a 16 kilómetros, está el taller del artista Brennand. Francisco de Paula Coimbra de Almeida Brennand como casi todos los brasileños, en la sombra de su nombre reducido, esconde una retahíla como la anterior. Este hombre, una vez concluido un largo período europeo, decide regresar a su ciudad natal a ocuparse de las ruinas que quedaban de la fábrica de su padre. Eso hizo, y además de reactivar la industria de cerámica, él mismo como el ceramista que es, ha ido creando un museo alterno a la fábrica, franca­mente insólito. Estar allí es como penetrar en un sueño de Borges y, de hecho, es la obra del argentino la que inspira el trabajo de escultura de Brennand. Suerte de homenaje a “Tlön, Uqbar, orbis tertius”, el visitante va dando vueltas por jardines de una belleza sobrecoge­dora, nunca antes vistos, imposibles, poblados de animales oníricos, de súcubos e íncubos en homenaje al otro escritor que asiste a Brennand: Octavio Paz.

Aquella tarde que pasé allí, no puedo ocultarlo, es de las tardes que volverán del fondo de mi memoria cuantas veces quiera rememorar un sueño. Más que las piezas escultóricas, que son sin duda principales, la obra del artista es la creación de aquel espacio total: suerte de universo perso­nal que toca teclas atávicas de la memoria colectiva. Agotado el libro catálogo de aquel recinto único en el mundo, cuando quiero volver a él, el teclado de mi computadora me acerca a la página web del artista. No ahorro adjetivos para reseñar la experiencia de haber estado allí. Como dijo Pierre Drieu de la Rochelle cuando le preguntaron, de vuelta a Francia, por su viaje a Argentina: “Borges bien vale el viaje”, digo lo mismo con Per­nambuco y Brennand.

Brasil me interesa muchísimo, y algún día reseñaré para ustedes un viaje en carro que quiero hacer. Partiré de Sao Paulo hacia Río de Janeiro y de allí subiré por la costa hacia Salvador de Bahía y luego llegaré a Recife, entonces seguiré hacia Belén do Pará, y veré como el río más grande del mundo se encuentra con el Atlántico. Por lo pronto, acepten este abrebocas pernambucano de un país que, según cálculos, contará con 250 millones de habitantes dentro de apenas 40 años. Gente dulce, de hablar íntimo, tallados por la experiencia del mar y de los sertones: dos inmensidades que los rodean, así los per­nambucanos.