El día en que nos deslizábamos por la autopista hacia San Sebastián vimos unos molinos de viento. Eran muchos, blancos, de espigados troncos y aspas largas, como si fuesen los brazos de unas bailarinas al borde de la anorexia. Coronaban un cerro pelado en un extremo del paisaje, y en el otro las ruinas de un acueducto romano soportaban la canícula. Entonces oíamos a Jessie Norman entonar las canciones de Richard Strauss y éramos felices.
Avanzábamos hacia uno de los espacios inexpugnables de la tierra, ni los moros a lo largo de sus ocho siglos de colonización de la península ibérica lograron penetrar del todo en aquellas comarcas montañosas. Los vascos, además de un pueblo, son una raza. Según Boyd, son seis las razas que tapizan el planeta: caucasoides, negroides, mongoloides, indios americanos, australoides y vascos. Pero esta última esgrime una singularidad: por lo menos seis tesis se disputan el origen del hombre vasco, y ninguna termina por alcanzar la unanimidad. ¿Cuál es el origen de esta gente?
También yo buscaba mis orígenes paternos en aquel viaje. Quería conocer la puebla de Arráiz, cerca de Irún, en Navarra, desde dónde el primero de nosotros había salido hace dos siglos y medio con rumbo a El Tocuyo, en las tierras secas del Estado Lara. Allí estaba un caserío solitario, con unas veinte casas, un río pedregoso, una capilla, una fuente, muchas vacas y un hombre pequeño y colorado que las arreaba.
Luego atravesamos la cortina de la lluvia y se nos abrió de pronto la costa sobre la que se derrama San Sebastián. Buscábamos por entre sus calles la esquina en la que quedaba un hotel pequeño y confortable: el Europa, que nos había recomendado una pareja de amigos entrañables y conocedores a fondo de la maravilla vasca: Tosca Hernández y Joaquín Marta Sosa. De hecho, servía de correo a un envío de mi amigo para Fernando Savater que, para colmo, vivía puerta con puerta con el hotel, al que suele bajar en las tardes a tomarse un café acodado en las mesas del sitio. Estábamos a media cuadra de la Playa de la Concha, pero no sospechábamos lo que ella ofrecía como espectáculo.
Circulamos por un pasillo y de pronto se abrió ante nosotros un prodigio: el malecón en alto, la playa abajo, los edificios al borde de la calle y, sobre todo, el acontecimiento de la gente caminando al atardecer. Señoras con discretos collares de perlas, hombres que no podían esconder la pasión por el Jai Alai en los ojos, niños que iban de un lado a otro llamándose, gente que no estaba quieta, y gente que se sentaba en los bancos a ver a los otros pasar. La vida en su epifanía, camino de la noche, en la hora de la merienda, después del almuerzo, antes de la cena, siempre centrados por una vivencia gastronómica. “¿Qué comiste hoy? ¿Qué comerás mañana? ¿Dónde preparan los mejores pimientos de piquillo rellenos de vieiras?” Las sociedades gastronómicas dan cuenta de esa pasión, pero extrañamente son masculinas y, por vía de excepción, aceptan a mujeres de manera puntual, nunca permanente. Los hombres se aplican en el arte culinario, y todos respetan una tradición de un siglo de andadura: el restaurante Arzak, donde la hija, Elena, comanda los fogones en abierto desafío de las tradiciones masculinas vascas, y bajo la supervisión cariñosa del padre, Juan Mari. ¿Hace falta decir que la degustación de Arzak es de las experiencias gastronómicas más importantes del planeta?
El día siguiente se lo dedicamos a la playa. Por primera vez nos sumergíamos en las aguas del Cantábrico y debo decir que su espesura hizo inconfundible la inmersión. Hacia la tarde la marea comenzó a hacer de la suyas, y las olas que fueron enanas, de pronto fueron haciéndose portentosas y aparecieron los surfistas, y luego el mar se fue retirando y retirando, y volvía después con fuerza y se abatía contra los muros con una furia que a nadie espantaba, salvo a nosotros.
No fuimos en tiempos del Festival de Cine de San Sebastián (uno de los cincos principales de Europa, creado en 1953), pero sí asistimos a sus salas, y bordeamos uno de los mejores hoteles de España: el señorial y veraniego María Cristina, famoso por la calidad de su lencería y por la notoriedad de sus ocupantes, que debe su nombre a la reina regente que escogió a la ciudad como residencia veraniega de la corte, en las primeras décadas del siglo XX. También caminamos por el malecón, tanto de la Concha como de Ondarreta y, al final de esta, nos detuvimos a ver el mar batirse contra las rocas y creímos ver como el viento era trabajado por la escultura de Eduardo Chillida: Los peines del viento: vigas de hierro retorcido, incrustadas en las rocas de la costa, y pletóricas de ingenio y gracia. Aquellos días el mundo se nos fue haciendo amable y discreto, como en correspondencia con aquellas dimensiones urbanas: ni monumentales, ni ostentosas, armónicas.
En la desembocadura del Urumea unos pescadores batallaban contra el viento y la espera: no querían desesperarse ante la indiferencia de los peces, pero tampoco dejaban de mirar el curso de las aguas. Enfrente se levantaba un edificio de vidrio, limpio y hermoso, entonces en construcción, del arquitecto Rafael Moneo, que venía a dialogar con los edificios que se habían levantado después de que el incendio de 1813 arrasó con media ciudad, cuando fue reconquistada por ingleses y portugueses de manos francesas. El sitio no puede ser mejor para erigir aquel cubo de vidrio, que se matiza con los tonos lumínicos del mar.
Nos aventuramos hacia el monte Urgull, justo enfrente del Igueldo, ambos presidiendo la bahía y mirando a la isla de Santa Clara, con la idea de conocer el Museo Naval. Después de visitarlo nos provocó hacernos a la mar y nos embarcamos en su muelle, y nos alejamos de la costa, y fue oscureciendo y el espacio entre una ola y otra, esa hondonada vertiginosa, fue haciéndose cada vez mayor. Las luces de San Sebastián comenzaron a encenderse, sólo oíamos hablar euskera, y el puerto se nos hizo lejano y deseado como un regreso suspendido.
De nuevo en tierra penetramos en el estrecho laberinto de la ciudad vieja, esa que lleva el nombre del santo, por lo menos desde el año 1000 y en la que, además, se cree que estuvo ubicada una ciudad romana llamada Easo, pero no ha podido comprobarse. Si la “ciudad vieja” es de calles angostas y retumba el coloquio entre las paredes, la moderna es de avenidas un tanto más amplias y ha sido planificada como atendiendo al llamado del mar. En ambas se está como al borde de una fiesta, en la plenitud del ocio, entregado al diálogo, sabiendo que con tan sólo escalar hacia los montes todo cambia, se enverdece, y puede verse el horizonte y la ciudad abajo, alrededor de la concha que parece salir del mar y trazar sus límites con arena. Entonces me separé del grupo y tomé “asiento en la piedra rugosa”, como Gulliver en el poema de Luis Enrique Mármol, y saqué del bolsillo de mi chaqueta el libro que estaba leyendo. En él afirma el excepcional escritor vasco, Bernardo Atxaga (pseudónimo de José Irazu), refiriéndose a la experiencia viajera: “Camino de la casa donde nos alojábamos pensé en lo tónico y vivificante de los viajes. En cuanto uno se alejaba de sus lugares de costumbre, las neuronas que supuestamente gobiernan la vida intelectual despertaban y se ponían a trabajar. Ya no había rutina, ya no era posible responder con lo de siempre a los estímulos de siempre.”