El repliegue del hampa en la vida urbana y en la cotidianidad de la mayoría de nosotros, es uno de los rasgos más sobresalientes y menos comentados del momento venezolano actual.
La diáspora masiva de ciudadanos y el relativo éxito de algunos operativos regionales en contra del crimen organizado, concretaron un quiebre que parece histórico en el aumento del índice de los homicidios y secuestros, tradicionales quebraderos de cabeza de la clase media nacional, y auténtica interpelación individual en torno a la pertinencia de vivir en Venezuela.
Los índices delictivos de estos últimos tres años, lo confirman todos los criminólogos, son los más bajos que ha vivido la nación desde 1996. El repliegue del hampa, un horizonte que todos considerábamos imposible de concretar en el marco político y social actual, rompe una tendencia en ascenso que llevaba más de 30 años.
La insólita tranquilidad que vivimos ahora en Caracas también es una realidad en ciudades como Puerto Ordaz, Valencia, Maracay y Mérida. Los homicidios han caído en una proporción espectacular, de los 25 mil de un año como 2012, a unos 5 mil en el actual contexto. En el perímetro capitalino, algunos delitos en particular, como el secuestro, desaparecieron casi por completo desde 2021.
Desde 2019, conforme se consumaba el derrumbe productivo del país, la cotidianidad comenzó a ofrecernos curiosos contrapuntos. Parecen enriquecidos por algunos esfuerzos oficiales en mejorar el ornato público y recuperar plazas, teatros y bulevares abandonados por la barbarie en todos estos años, esfuerzos que, cómo no, siempre será sensato reconocer.
Llegaron, pues, los días, semanas y meses de estos últimos cuatro años, pandemia incluida, con este transcurrir de tráfico suave, menos personas y en consecuencia menos caos urbano. Bajamos cristales, nos detenemos en los semáforos. Ha bajado nuestro temor a los motorizados, ahora fundamentalmente trabajadores de servicios de Delivery.
Han regresado los negocios que abren 24 horas. El comercio nocturno, la vida nocturna, con sus atenuantes, regresa a la calle. Volvemos a casa de noche e incluso nos olvidamos del retrovisor. La gente sale a caminar con sus mascotas a horas antes prohibitivas. Las urbanizaciones de Caracas ya no son más o menos seguras; todas están relativamente tranquilas, lo mismo Macaracuay que Montalbán; La Florida que El Paraíso.
Respira uno en la calle una extraña suavidad, una renuencia a entrar en problemas con desconocidos en la calle, una obsesión con ponerle foco a los asuntos individuales
Del tema, decíamos, se habla poco. La buena nueva se ha ido dejando sentir en nuestras vidas, y acusamos recibo de ella en silencio, sin tener a quién agradecerlo, con comentarios ocasionales sorprendidos, discretos, acaso con los amigos que viven afuera.
El hampa no ha descendido gracias a que hay más escuelas, ha bajado la pobreza o se ha consolidado el desarrollo social de la nación.
Es un hecho que tiene elementos contingentes y fortuitos, como la propia fuga de ciudadanos a otras tierras, huyendo de una nación que se estaba desmigajando, junto a una no muy comentada arremetida del estado a nichos delictivos clave (probablemente aquella que las clases medias le pedían a Hugo Chávez que hiciera y este se negara a hacer).
El tema no se comenta mucho, no se celebra, ciertamente, porque las cosas no están para estarlas celebrando, pero se vive, se aposenta entre nosotros, se disfruta y se agradece. Vemos para atrás y nos parece entonces increíble que hayamos vivido bajo tal asedio por tanto tiempo.
Pensamos si estas vacaciones serán duraderas, o un efecto de corta duración. Y seguimos.