Por Faitha Nahmens Larrazábal
La naturalizó
el verbo, que un día —feliz—, luego de un tenaz cortejo del idioma de la eñe,
se le hizo carne. Entonces la escritora de origen polaco se asumió venezolana,
pero sobre todo caraqueña. “Y más de Chacaíto que de Caracas; y más de Sans
Soucí XXque de Chacaíto”, reduce, si fuera posible, su mapa existencial. En
realidad hace un foco emocional; de reducir, nada. Aunque no colocaría en un
eventual autorretrato los calificativos “intensa” o “apasionada” —¿qué escritor
no es ojo de huracán?—, su vida es, no solo en este trance caribeño
y desproporcionado sino siempre, un viaje literal y literario, concatenado por
la palabra y sus paréntesis de silencio, que tanto resuenan.
La
ganadora de la décimo novena edición
del concurso transgenérico de la Fundación para Cultura Urbana 2019 vive estos
tiempos menguados dejando registro de lo que ve con ese par de ojos verde kiwi.
Lo que le enseña la ventana de su apartamento ubicado en el tope azul del cielo
caraqueño. La vida en la copa de los bucares, mijaos y jabillos a pata de mingo
de la máquina de escribir. El revoloteo de las guacamayas y las correrías de ¡los
monos! (“me saltó uno y se comió mi cambur”). Y lo que topa cuando baja al oscuro
sótano común: faltan bombillos. Mientras la junta de condominio no consigue
juntar los churupos para restaurar el hidroneumático, tienen lugar reencuentros
vecinales y hasta ocurrencias festivas frente al tanque de almacenamiento donde
la gente saca el agua con tobos. Animadas reuniones como las atávicas junto al
aljibe del pueblo.
En Ficciones asesinas, su tercera y victoriosa novela, esa cuyo set es un país imaginario en el que caben el absurdo y la escasez, el totalitarismo y las penurias, valga la redundancia, la ficción y la realidad, no el hiperrealismo, se retuercen en la misma clineja. La sed nacional, entre otras circunstancias de actualidad, inspira la línea argumental. También se abre espacio en la trama el carro desportillado de la protagonista y sus recorridos por el esqueleto urbano. La despistada conductora, una setentona muy observadora que deambula el paisaje de porfiado verde y tan venido a menos que ama y padece —“creo que hay tantas ciudades como habitantes en cada una de ellas”— pudiera ser Krina Ber, “si fuéramos tan distintas”, sonríe, “aunque siempre hay algo biográfico cuando escribes”.
En sus novelas, los nombres de las calles son
inventados: nombrar es un privilegio de quien escribe. Pero la escenografía
emocional es la suya. Hay trozos del diario que escribía de niña en Polonia.
Vale
decir que las comparaciones entre aquellas circunstancias de la guerra europea
y mundial, que no vivió en carne propia pero constituyen su ADN referencial y
estas carestías sin invierno y fondo avileño parecen inevitables. Acaso todos
los horrores se parecen o ninguna cicatriz es tan ajena, aunque DostoyevskiXX
sostenga que todas las familias felices son iguales y las diferencias las marca
cada situación disfuncional. Hija de sobrevivientes del Holocausto, que se
lanzaron del tren que los llevaba a la muerte, nace cuando ya se han lanzado
todas las bombas. Hija de padres ateos, bautizada católica y formada judía,
Krina Ber es, con su palabra, una bisagra de fe y descreimiento. De verbo y
silencio. De entre tiempos.
Tiempos
de miedo, odio, violencia, pobreza compartida, solidaridades, creatividad
contra viento y marea, terca esperanza y olvido por decreto, Krina Ber escribe
para hacer memoria. Doña Krina contra el olvido. La palabra como fortaleza
donde guarecer lo que puede borrarse. Paradójicamente, encarna la palabra
borrada. Nació Krystyna pero comienzan las mudanzas, tantas y, a las primeras
de cambio, emerge Krina, que parece un apócope pero significa luz. “Radiación”.
Alteraciones en todos los sentidos, hasta muta su nombre. En el tránsito de la
Polonia natal a Israel su familia creyó que la delicada cirugía podría adecuar
el cristiano Cristina al contemporizador Krina hebreo. Luego en Suiza, donde
estudia arquitectura y conoce al colega con quien se casará, adquiere nuevo
apellido: Krina Da Costa Gomes.
En 1975 vendrán
a Caracas, el primer hijo en brazos y la herencia de imágenes atroces que debía
quedar atrás sobrevive junto con sus padres. Aunque ellos prefirieron encapsular el
dolor y no entrar en detalles —“intentaron
resguardarnos”— revoloteará siempre cerca ese cuervo oscuro que sabe tanto. Que
sabe dar picotazos. Silencio que también se hereda y pesa, en cada idioma que
habla están tatuadas ciertas verdades claramente traducidas.
Los
idiomas que aprendió fueron el primer paisaje, y el primer trabajo de
adaptación. No necesariamente placer. Llegó a cansarse de todos los verbos. De tener
que volver a empezar una y otra vez a balbucear saludos y conjeturas. La
políglota que habla polaco, hebreo, francés, portugués, inglés y español se
aburrió de tener que traducir en tantos espejos sus sentimientos que asociaba
con una conocida tipografía. Se cansó de sostener con esfuerzo la lengua
original para continuar aquel diario interrumpido de su infancia.
No quería tener que
volver buscar las palabras, siempre escurridizas. ¿Le perteneció alguna?, dudó.
Caerían las letras como las hojas. Llegó el silencio, ese del que ya había
sorbido, persuadida de que no tenía lengua materna. Olvidó si alguna la había
lamido antes.
Durante
un tiempo escribiría lo esencial. Solo sería autora de memorandos en la oficina
de arquitectura en la que trabaja con un colega que también entendió que son
gemelos el oficio de diseñar el andamiaje que sostiene una obra y el que se
construye para sustentar una novela; que se ven en el espejo verbo y maqueta, léase
Federico Vegas. Pero como dice Carlos Sandoval, Krina Ber escribe en español mejor
que muchos autores nativos de la eñe. “El caso de Krina Ber destacará como
uno de los más curiosos por su apropiación debida
de una lengua extranjera para convertirla en lenguaje artístico”, dirá el investigador,
crítico y autor.
El
español se le fue calando con todos sus tiempos compuestos y sus vocales
abiertas; acaso sea la erre la que la delata, todavía en proceso de
domesticación. La escritura y la escritora estaban hibernando, en realidad se
gestaba el nuevo oficio o el de siempre. “Eduardo Liendo me dijo: no sé si en
español, pero eres una escritora”. Hasta que un día quiso contar, sintió esa
necesidad impostergable, y lo hizo de tal manera y con tal precisión y gracia que
de los talleres de literatura de Liendo y de Eloi Yagüe saltó al concurso de
cuentos de El Nacional. Primer intento: finalista. Segundo, ganadora. También
se hace del premio de cuentos Sacven. Decide entonces hacer una novela y,
temblorosa, consigue que se la publiquen. Nube
de polvo, una novela juvenil que protagoniza una adolescente de 14, “que debí
escribir de joven”. Luego escribe La
visita. Una historia conmovedora de 600 páginas que aguarda por editor.
Su
padrino polaco con quien se cartearía desde que ella tiene 9 es el señor al que
va a visitar cuando frisa los 45, y es
ese encuentro la historia. “Es un personaje que sedujo a José Balza, me dijo
que él solo merecía una novela”. Cuando Krina Ber lo tiene frente a ella y, casi
sordo, no la oye se convierte en lejanía y pasado de inmediato. Nostalgia. Era
más real y joven en las cartas. Testaruda, sin embargo, decidirá intentar —siempre
intentará la palabra— la conexión y tiene la ocurrencia de llamarlo desde un
teléfono público ubicado justo frente a su casa. “Nos entendíamos mejor que en
persona”, confía. “Aunque era raro, mientras lo oía podía verlo conversar
conmigo a través de la ventana tan cerca” (ay las ventanas). La visita es una historia intimista y
universal, no venezolana, cuya protagonista también podría ser ella. La obra trata
sobre el secreto de familia que descubre una mujer en el viaje que emprende
para buscar al hombre que, desde el verbo, le ofrece no un país pero sí una raíz.
Luego
viene Ficciones asesinas. La opresión
que está en todas partes es protagonista
principal. La escritura es un ventilador para airear cuitas y restaurar heridas.
Confronta. Puede ser el equipaje y también el vuelo. Acaso sus tres novelas le hayan
permitido sentir esa sensación kunderiana de acceder a cierta levedad del ser. Protagonizadas
por una Krina de ficción en tres tiempos, distintas edades, y una travesía especular,
la próxima será protagonizada por una niña. “La infancia es un punto al cual se
retorna”. Su punto de partida parece ser la relación que sostiene con su nieta Carlota,
sostenida con palabras. Leen juntas cuentos. “Ella me ha dicho que porque no
soy amiga de viernes a domingo, para jugar, luego, cada lunes, abuela de nuevo”.
Anhelando
publicar La visita y mientras
fantasea con lo que vendrá, democracia, y garrapatea la próxima novela, aún sin
nombre, aguarda la inminente publicación de Ficciones
asesinas, que será presentada este año. “Irónico. Hablamos de un libro que
será publicado pero que no existe aún, de un libro fantasma”. Ganador, se
anhela su aparición.