Por Alfredo Toro Hardy
Vladimir Putin resulta un referente fundamental para los populistas de extrema derecha de Europa y Estados Unidos. Ello se expresa a tres niveles. Primero, a través de las ciber campañas de desinformación que el Kremlin ha desarrollado a favor de aquellos. Segundo, por vía de la visualización de Putin como modelo a seguir. Tercero, por la percepción de Rusia como aliado natural.
Tal como señalaba hace algunos años Sholmo Ben-Ami: “De acuerdo a Gerard Araud, Embajador de Francia en Estados Unidos, si no se pone coto a las interferencias y manipulaciones por parte de Rusia en las elecciones occidentales, las democracias de estos países pueden verse confrontadas a una amenaza existencial” (The threat to Western democracy starts at home”, The Strategist, Australian Strategic Policy Institute, 31 March, 2018). En efecto, la lista de interferencias rusas a favor candidatos populistas occidentales ha sido larga, siendo el descredito de Hillary Clinton para beneficiar a Trump, la más célebre.
Por otro lado, Putin ha articulado un conjunto de ideas ultra conservadoras que lo presentan como arquetipo para los populistas de extrema derecha. Su fuerte rechazo al relativismo moral, a la tolerancia a la diversidad, al cuestionamiento de los valores tradicionales, o a los matrimonios y relaciones homosexuales, lo presentan según Franklin Foer como “un héroe” para los populistas de derecha extrema (“Its Putin World”, The Atlantic, March 2017).
De nuevo, en palabras de Foer: “Luego de la crisis económica global del 2008, el populismo comenzó a hacerse sentir en Europa. Putin y sus estrategas percibieron que ello podía ser el comienzo de una disrupción mayor, susceptible de complicarle la vida a sus rivales geoestratégicos…Con las masas tradicionalistas a punto de irrupción, el Presidente ruso se dio cuenta que se le abría una gran oportunidad. El podía presentarse como el nuevo líder del conservatismo” (ya citado). Convicción y oportunismo se mezclaron así al servicio de los objetivos estratégicos rusos.
Pero en adición a su admiración por Putin, los populistas de ultra derecha lo han visto como un aliado natural en función de un conjunto de consideraciones más amplias. Tal como lo expresa Ronal Brownstein: “Para el populismo nacionalista y conservador tanto de Estados Unidos como de Europa, las prioridades internacionales de Putin lo convierten en un aliado. Entre éstas se encuentran la resistencia a la radicalización islámica, el fin de la integración económica global, la lucha contra la secularización de valores… Los partidos populistas europeos comparten prioridades comunes con Putin en áreas tales como la restricción de la inmigración, la desarticulación de la globalización económica y política (lo que entraña la renuncia a la Unión Europea y, para algunos también, la salida de la OTAN), medidas más duras contra el radicalismo islámico y una clara oposición al liberalismo cultural y la secularización. En todos estos frentes, Putin es un aliado” (“Putin and the Populists”, The Atlantic, January 6, 2017).
A través de esta historia de amor con los populistas de extrema derecha, Putin ha logrado minar el poder de sus rivales occidentales desde adentro. A través de la desestructuración del establishment político occidental, del debilitamiento de la OTAN (ahora relanzada como resultado de su invasión a Ucrania) y de las presiones de resquebrajamiento ejercidas sobre la Unión Europea, Rusia habría dado importantes pasos al servicio de sus objetivos geoestratégicos. El populismo de ultra derecha pasó a convertirse en un instrumento fundamental al servicio de los intereses rusos.
Curiosamente, también para la izquierda latinoamericana, con particular referencia a la trilogía Venezuela, Cuba y Nicaragua, Putin se ha convertido en un referente fundamental. Se trata de un proceso iniciado a finales de la década del 2000 cuando Chávez, Raúl Castro y Ortega se identificaron con la creciente actitud anti estadounidense del líder ruso y con sus llamados a un nuevo orden mundial multipolar. No en balde el ALBA sirvió como primera puerta de entrada rusa hacia la región, de la misma manera en que la trilogía antes citada reconoció a las repúblicas separatistas de Abjasia y Osetia del Sur, apoyadas por Moscú. El populismo de ultra derecha europeo y la “vieja” izquierda latinoamericana (por contraposición a la nueva representada por un Borik) han convergido así en su admiración por Putin.
Para Putin, la cercanía geográfica con Estados Unidos brinda a América Latina en general y a la trilogía Venezuela, Cuba y Nicaragua en particular, un valor muy especial. Ello lo ha llevado a articular ante este grupo un mensaje distinto al que dirige a las ultra derechas. Pero más allá de las dos caras de Putin, el denominador común que une a ultra derechistas y a la vieja izquierda latinoamericana de hoy día es su valoración al autoritarismo. Putin el hombre fuerte encarna un arquetipo que sirve de pegamento a ambos. Un pegamento susceptible de superar disonancias ideológicas.