Por Miguel Lago
Es temporada de elecciones en Brasil, y se respira el típico revuelo de actividad electoral en el ambiente. La prensa está siguiendo con detalle las campañas, publicando perfiles de los candidatos y conjeturando sobre futuras coaliciones. Los partidarios del candidato que va liderando las encuestas, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, debaten acaloradamente sobre quiénes compondrán su próximo gabinete de ministros. Y todos los implicados están recorriendo el país dando mítines, en un vigoroso esfuerzo para aumentar la participación de los votantes.
Sin embargo, Jair Bolsonaro, el presidente ultraderechista del país, permanece al margen. Mientras sus rivales llevan meses deseando que lleguen las elecciones, él ha intentado desacreditarlas preventivamente. Ha cuestionado el papel del Supremo Tribunal y ha lanzado dudas, recurrentes y con soltura, sobre el proceso electoral. Habla como si las elecciones fuesen un estorbo, un inconveniente. Dice que no aceptará ningún resultado que no sea una victoria.
Para algunas personas, esto parece indicar que el presidente está allanando el camino para un golpe de Estado. En su opinión, la intención de Bolsonaro es rechazar cualquier resultado electoral que no le complazca y, con la ayuda del ejército, instalarse en la presidencia de forma permanente. Esta interpretación es correcta a medias: Bolsonaro no tiene intención de abandonar el poder, al margen de cuáles sean los resultados electorales. Pero lo que está persiguiendo no es un golpe de Estado, que necesita el consenso de la élite y evitar las movilizaciones masivas. Es una revolución.
Desde el inicio del mandato, Bolsonaro se ha com portado más como un líder revolucionario que como un presidente. En su primer mes en el cargo dijo que su papel no era construir nada, sino “deshacerlo” todo. En vez de dirigir un gobierno, ha intentado desbaratarlo. Se negó a cubrir las vacantes en los organismos reguladores clave; colocó a sus adeptos, sin ninguna experiencia técnica, en puestos de alto nivel; infradotó de fondos los programas sociales; castigó a funcionarios públicos por hacer su trabajo, e incumplió su deber de proveer una respuesta coordinada a la pandemia, que mató a más de 680.000 brasileños.
No obstante, esa destrucción no es un fin en sí misma. Es desmantelando el Estado como Bolsonaro impulsa a sus simpatizantes. Al identificar unos claros enemigos y oponerse a ellos, enciende a sus seguidores, y lo que es fundamental: suma sus apoyos. Todo lo que hace —decretos, proyectos de ley, declaraciones, manifestaciones, alianzas— está encuadrado para la infraestructura digital de YouTube, Telegram y WhatsApp. Cuanto más radicales son sus actos y sus palabras, más implicación genera.
El apoyo a Bolsonaro puede empezar online, pero conduce a las calles. A lo largo del año pasado, Bolsonaro dirigió “motociatas” cada un par de meses: marchas con miles de motocicletas que eran a todas luces una demostración de fuerza bruta. De hecho, su presidencia aspira a ser un mitin permanente. El 7 de septiembre del año pasado, Día de la Independencia de Brasil, reunió a casi medio millón de personas para protestar contra el Supremo Tribunal. Este miércoles encabezó un gran desfile militar que da muestra del apoyo del ejército a su gobierno.
No solo es el ejército. Muchos de los más fervientes partidarios de Bolsonaro destacan por su poder sobre los ciudadanos comunes. Es muy popular entre los policías —en un estudio de 2021 se calculó que el 51 por ciento de los policías en la escala básica eran miembros activos de grupos pro-Bolsonaro en línea—, y también es el candidato más aventajado entre quienes poseen armas de fuego. De los que aprueban su gobierno, el 18 por ciento dice que ya tenía un arma en casa, y casi la mitad declaró que le gustaría tener una.
Quizá consigan lo que desean. Uno de los grandes logros del gobierno de Bolsonaro ha sido debilitar el control de las armas de fuego, que han inundado el país. En 2018, había unas 115.000 personas con licencia especial para llevar armas en el país. Ahora hay más de 670.000 titulares de dichas licencias: más que en la policía y en las fuerzas armadas. Buena parte de ellos adoran a Bolsonaro, y están organizados en una vasta red de casi 2000 clubes de armas.
Militantes y comprometidos, estos son los soldados rasos de cualquier futura revolución. Hay mucho que no sabemos respecto a cómo podría suceder, pero es evidente que si un contingente de adeptos, armados y decididos a mantener a Bolsonaro en el poder, irrumpe en Brasilia, la capital, se generaría el caos.
No es imposible imaginar, en muchas grandes ciudades, una insurrección liderada por las fuerzas policiales, mientras los camioneros —de los cuales la inmensa mayoría está a favor de Bolsonaro— cortan las carreteras como hicieron en 2018, causando estragos. Los pastores evangélicos, con un gran número de simpatizantes entre sus feligreses, podrían bendecir estos intentos contextualizándolos en una lucha del bien contra el mal. A partir de esa anarquía, Bolsonaro podría fraguar un orden dictatorial.
¿Quién lo detendrá? El ejército no, probablemente. Al fin y al cabo, Bolsonaro cuenta con muchos apoyos en el ejército, y más de 6000 militares trabajan en su gobierno, ocupando puestos civiles. En el ejército, por su parte, parece haber una relativa tranquilidad respecto a una posible toma del poder por la fuerza y, por decirlo suavemente, no siente un especial apego a la democracia. Hasta donde podemos ver, no hay señales de que las fuerzas armadas pudieran protagonizar un golpe de Estado. Pero tampoco hay señales de que se resistirían a un intento de revolución.
Es improbable que a las fuerzas democráticas les vaya mucho mejor. A pesar de la popularidad de Da Silva, los izquierdistas parecen haber perdido su capacidad de unir a las masas. Los 13 años de gobiernos de izquierda, que concluyeron en 2016, contribuyeron mucho a dispersar y debilitar los movimientos sociales, que desde entonces han batallado para recuperar su dinamismo. Las manifestaciones contra Bolsonaro, por ejemplo, han contado con muy escasa participación. Y la violencia policial va en aumento; por ejemplo, un seguidor de Bolsonaro mató hace poco a un miembro del partido de Da Silva. Sin duda, la gente se lo pensará dos veces antes de salir a la calle a defender una victoria de Lula.
El mejor baluarte contra una revolución podría ser, curiosamente, Estados Unidos. El gobierno de Joe Biden podría insistir en los graves costos, en forma de sanciones y aislamiento internacional, que conllevaría cualquier toma del poder. Esto, a su vez, podría hacer que el miedo llevara a las grandes empresas brasileñas —que, como patrocinadores influyentes, pueden ejercer una considerable presión sobre Bolsonaro— a defender la democracia. Si las dificultades de llevar a cabo una revolución son demasiado grandes, y las recompensas parecen exiguas, cabe concebir que Bolsonaro dará marcha atrás, o se limitará a representar un número, como hizo el expresidente Donald Trump, para mantener el control sobre sus simpatizantes y preparar el terreno para las siguientes elecciones.
La última vez que Brasil experimentó un caos político similar fue en 1964, cuando un golpe militar expulsó a un gobierno democrático que estaba intentando emprender reformas progresistas. Solo habían transcurrido unas horas cuando Estados Unidos, con Lyndon Johnson en la presidencia, reconoció al nuevo gobierno de Brasil.
Es mucho lo que depende de la esperanza de que ahora Estados Unidos valore un poco más la democracia.