Por Eleazar López-Contreras
Igual que en sus tiempos, esos “diáfanos días” se supone que seguirían siéndolo para el comercio, que en sus mejores tiempos —y no ahora— comenzaba a ver la luz en lo que se aproximaba diciembre, mes en que tradicionalmente aumentaban sus ventas, para “salvar” el año. La correspondiente propensión a comprar que ello suponía, tenía su origen en el desbordante y alegre ambiente navideño, que incluía abundantes gaitas y, no olvidemos, que el comercio, así como la producción, satisfacen deseos de bienestar material de la gente, que es parte del secreto de la oferta y demanda del malvado Capitalismo. Pero, producción y expectativas aparte, la música, que es consustancial con la Navidad no siempre estuvo presente en esos coloridos días.
Los primeros cánticos, letanías e himnos eran en latín y solo estaban destinados al uso litúrgico, pues su carácter no era “popular”. El siglo 13 vio el nacimiento de sencillas cancioncillas escritas en idioma vernáculo, justo cuando Francisco de Asís inventaba el pesebre y Ambrosio, quien asombraba a todos, porque leía en silencio y no en voz alta, como era la costumbre, introducía la música en la liturgia.
Los villancicos originales se referían a diversos temas, hasta que comenzaron a tener letras alusivas a la Natividad. El villancico como tal, que tiene de copla y de canción de cuna, saltó de España y Portugal al Nuevo Mundo, donde adquirió matices locales alterados por influencias étnicas y rítmicas, según las regiones. En algunos países como Perú, aparecieron villancicos cantados desde la perspectiva de los negros, pero en otras regiones adoptaron sus propias peculiaridades.
Fue así como en Venezuela aparecieron el furruco, proveniente de África, vía España (allí llamado zambomba); la charrasca, que es un cacho de toro y que, con la gaita, pasó a ser de metal; las maracas de capachos y los instrumentos de cuerdas como el cinco, el cuatro y el arpa. El villancico étnico, de aspecto negro, que incorporaba muchas frases onomatopéyicas, tales como gulungú, gulungú y he, he, he cambabé!, fue imitado por diferentes autores cultos. Éste fue el notorio caso de la mexicana Sor Inés de la Cruz que usaba frases de reverberante pseudo-africano como tumba, la-lá-la, tumba la-lé-le. Eso mismo se dio en la música de tambor del Oriente venezolano, en donde los negros, hasta hace poco, fumaban cachimba y tocaban exuberantes tambores como la mina y la curbeta (que se sigue tocando pero sin cachimba en la boca). En la música popular afrocubana abundan referencias a palabras de carácter negroide. Tal es el caso de una jocosa guaracha cantada por Celia Cruz, que se refiere a una golpiza en serie iniciada por Songo, quien le pega a Borondongo, para entonces éste sonar a Bernabé y Bernabé, a su vez, darle su buen trompón a Muchilanga. La cancioncilla pueblerina de carácter religioso saltó de Italia a Alemania y luego, a Francia. A partir de 1426 cobró notoriedad en Inglaterra, donde improvisados coros iban a las casas a cantar Christmas Carols <<<
En el Nuevo Mundo, los villancicos españoles no eran de carácter religioso, sino que eran canciones profanas con estribillo. Su origen era netamente popular y se referían, en forma jocosa, a diferentes circunstancias, lo cual dio origen a la gaita que, en general, trata pocos temas religiosos, como no sean los que le cantan a “la Chinita”. Por la supremacía de la Iglesia en la Colonia, durante el siglo dieciocho aparecieron en Venezuela letras alusivas a la Navidad, pues entonces ya se escuchaban villancicos castizos y tonos navideños en Caracas, algunos compuestos por Ricardo Pérez en esa época, que fue quien le dio al aguinaldo criollo su forma definitiva. Hasta hace poco se cantaban en la ciudad y en la provincia, aguinaldos suyos como Alegres cantemos y Espléndida noche (Espléndida noche/radiante de luz/es la Nochebuena/pues nació Jesús).
Ya antes —alrededor de 1750— diciembre remataba con incesantes fiestas y aguinaldos; no obstante, el primer testimonio documental sobre el aguinaldo en Venezuela fue hallado por Ángel Rosenblat y se remite al 29 de noviembre de 1815. “El 26 de noviembre de ese año —escribe— detuvieron a varias personas que estaban bailando en una casa de La Pastora… Uno de los testigos… que había concurrido al baile, declaró que, mientras él estuvo presente, oyó aguinaldos”. A mediados del diecinueve, el Consejero brasilero Miguel María Lisboa escribió sobre “la vigilia de Navidad-Nochebuena (que) se celebra en toda Venezuela con mucha animación”. A esto añadió que en Cumaná tocaban guitarra y cantaban canciones apropiadas, “a las que llaman aguinaldos”. En el resto del país ocurría otro tanto, pues ya en Valencia (1869) y Caracas (1877) se publicaron sendos cuadernos que incluían música navideña y versos alusivos. Los aguinaldos tomaron mucha fuerza en la parte alta del siglo diecinueve.
En El Cojo Ilustrado de 1894, p.e., se habla de las Pascuas de ese año: “Las sonoridades de las músicas heroicas ceden el paso al ritmo melodioso del cantor de Navidades del aguinaldo tradicional… para entonar en las horas de placidez que regalan las brisas de diciembre”. Estos aguinaldos los rescató el maestro Sojo, lo cual elogió Alejo Carpentier durante su permanencia en Caracas (1945-59): “En Venezuela…, el aguinaldo, la parranda, el villancico, son manifestaciones vivientes del regocijo popular en Pascuas. La admirable labor de recopilación y difusión del villancico es obra del maestro Vicente Emilio Sojo”. En algún momento, esos aguinaldos entraron a los templos, si bien de forma cautelosa porque todavía dominaba el órgano. En 1897 reseñaba El Cojo Ilustrado, en un extraño estilo descriptivo (que, increíble como parezca, adoptó Ramón Darío Castillo, el cronista social del vespertino El Mundo): “Al tradicional órgano, con el que se acompañan de ordinario las misas de medio carácter, se unen hoy tres instrumentos esencialmente nacionales, el furruco, el cinco y las maracas; los cuales forman una orquesta casi pastoril, como lo demandan las fiestas de estos días. Hoy, en verdad, es raro que en nuestras iglesias capitolinas se dejen oír los alegres capachos, el charrasqueador del cinco y el roznido del parche furruscal”. “Los antiguos aguinaldos—continúa El cojo—, llenos de fervor y de alegría, juguetones y místicos a la vez, han ido desapareciendo; y el órgano, con sus mil registros, casi suple la orquesta popular; y si no la sustituye, hay que conformarse con lo que nos da la civilización”. A esto agregaba que “los frailes de la Merced (Las Mercedes) no gastan aquellos nuestros instrumentos nacionales, pero alguna alegría llevan al acto sagrado y serio de la misa con la alegre pandereta, y el nervioso repiquetear de los palillos españoles, vulgo castañuelas”.
Si la pandereta y las castañuelas sonaban en la iglesia de los Capuchinos, las maracas, el cinco y el furruco, que iban de casa en casa, también entrarían al templo de la mano de fervorosos músicos populares, o de humildes feligreses que deseaban cantarle al Dios niño a su modo. Pero no todo iría sobre rieles. En 1928, el Episcopado venezolano prohibió la música navideña popular durante el Santo Oficio, al dictaminar: “Los villancicos de Navidad, llamados entre nosotros aguinaldos, no podrán cantarse más dentro de la misa, pero sí los permitimos inmediatamente antes o inmediatamente después del Santo Sacrificio, con la prohibición absoluta de acompañarlos con instrumentos que no sean religiosos, como guitarra, maracas, pandero y el tambor vulgarmente denominado furruco”.
Subyacente en las prohibiciones de instrumentos “laicos”, yacía la histórica reticencia de la Iglesia a la música polifónica y a la inserción de instrumentos que podían ser factores de distracción a la percepción de los textos cantados. Eventualmente, la Iglesia vio con indulgencia la alegre música de alabanza, tocada con guitarras y otros instrumentos no “religiosos”; pero era el caso que, desde mucho antes, en Navidad algunos hombres, sin duda alebrestados por sus buenos palos, se apostaban a las puertas de las iglesias para, nomás comenzada las misas de aguinaldos (dic/16), irrumpir en el templo provistos de furrucos, guitarras, maracas y güiro, y fajarse a tocar sin que nadie se los hubiera pedido. Cuando eso ocurría, el padre alteraba el texto evangélico para dirigirse al monaguillo y decirle, cantadito: “¡Éeeecheme de aquííí a eeeesos borrachos!”.