Por: Karina Sainz Borgo
El mundial de Qatar parece más una competición moral que futbolística. Apeado de lo festivo, está repleto de figurantes y tolerantes de attrezzo. A esta copa del mundo la rellena no la cerveza, sino un brebaje intragable. Más que abstraernos del presente con el espectáculo deportivo, nos mete de lleno en un mundo donde la verdadera disputa la libran las democracias ‘versus’ las satrapías y pulsiones autoritarias.
La verdadera competición catarí se libra fuera del césped. De los gestos suicidas de unos –me gustaría saber qué castigo caerá sobre los jugadores iraníes que no cantaron el himno nacional en apoyo a las protestas en su país– al estreñimiento moral de la FIFA, que colecciona agravios y blanqueos. Y digo colecciona porque acumula una lista de incomparecencias, cortapisas y amenazas, la más reciente de ellas el episodio del brazalete arcoíris en apoyo a la comunidad LGBTQ+, que se convirtió en motivo de discordia, después de que la organización impidiera a los capitanes de las selecciones usarla.
Con Qatar, de lo que menos hablamos es de fútbol, aunque no sea del todo mal asunto, porque al menos tenemos ocasión de regatear los prejuicios ajenos y medir el tamaño de los nuestros. En la ceremonia inaugural muchas contradicciones cobraron proporciones escénicas con su falsa inclusión y su coreografía del combate. Muchos dictadores han usado los eventos deportivos para blanquear sus regímenes, desde Ordaz en México hasta Videla en Argentina, pero aquí hay algo mucho más profundo.
En 1972, los Monty Python convocaron aquel conocido partido entre filósofos griegos y alemanes. Los ingleses, por cierto, habían quedado eliminados a manos de los pensadores germanos en las semifinales. En ese juego realizado en Múnich, en vez de jugar, los filósofos compiten pensando o soltando circunloquios entre ellos mientras caminan en círculos por el campo: Sócrates, Platón, Kant, Hegel… El único futbolista en aquel ‘sketch’ era Franz Beckenbauer.
Nietzsche recibió en aquel partido una tarjeta amarilla por acusar al árbitro Confucio «de no tener libre albedrío». Si es que los Python sabían que la vida se explica más por el absurdo y la parodia que por los voluntarismos y las buenas intenciones. En este mundial, sin duda, el libre albedrío brilla por su ausencia, el imperativo moral de Kant queda reducido a jirones y la síntesis que nace de dos posiciones opuestas de Hegel no conduce a una conclusión tranquilizadora.
Además de la dimensión lúdica, propia de las tradiciones y los rituales, el deporte encarna una serie de valores asociados a la virtud y que cobran expresión en la nobleza de competición. Este, sin duda, no es el caso. Incluso saca las facetas más débiles de nuestro tiempo: desde la cascada de cancelaciones de quienes se marcaron una valentía de último minuto hasta el despotismo de un país donde las mujeres están sometidas, los homosexuales perseguidos y sobra el dinero para comprar al que ponga precio a sus convicciones.
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