Por: Alfredo Toro Hardy
En relaciones internacionales prevalece la distinción convencional entre estados grandes y pequeños. Los grandes son, por definición, aquellos con mayor masa crítica: extensión territorial, población, recursos, etc. Los pequeños encuentran su más lograda expresión en la Ciudad-Estado. Generalmente se asume que entre unos y otros se da una relación activo-pasiva. Los grandes buscan alterar o preservar el status quo en su propio beneficio, mientras los pequeños deben soportar las acciones de aquellos. El Diálogo Meliano de Tucídides, en tiempos clásicos, contemplaba esta dualidad en los siguientes términos: “Mientras el poderoso hace lo que quiere, el débil se ve obligado a soportar lo que debe”. Otro tanto ocurrió en la relación de subordinación tributaria que por milenios mantuvo China con sus países vecinos, hasta que esta gran nación entró en decadencia en el siglo XIX.
Las cosas, sin embargo, resultan un poco más complejas. De un lado, encontramos pequeños estados que han resultado inmensamente influyentes y, del otro, a grandes estados que han atravesado por fases de debilidad extrema o que han caído en la categoría de estados fracasados. Más aún, grandes estados que sometidos a una dinámica David versus Goliath, no han podido prevalecer sobre contrincantes mucho menores.
Varias de las ciudades-estados italianas en tiempos del Renacimiento fueron buena prueba de lo primero. Venecia, en particular, llegó a ser inmensamente rica y poderosa. En nuestros tiempos, Singapur, Qatar o Dubái caerían en esa misma categoría. A la inversa, China, a pesar de su inmensa población, tamaño y recursos, atravesó por fases de inmensa debilidad en los siglos XIX y XX.
Tomemos el caso de Singapur actualmente. Este país de 600 kilómetros cuadrados constituye el tercer centro financiero del planeta; ocupa el sexto lugar mundial en Índice de Desarrollo Humano; gracias a su fondo de pensiones es el mayor inversionista extranjero en países como China, India, Indonesia o Vietnam; posee el segundo puerto con mayor volumen de comercio en el mundo; recibe veinte millones de turistas al año y dos de sus universidades se encuentran entre las primeras quince del planeta. Ello, por sólo citar algunos datos.
Por el contrario, durante el llamado siglo de humillación que comenzó alrededor de 1840 y finalizó en 1949, un país como China se encontró de rodillas. Las llamadas guerras del opio con Inglaterra (1840-1842 y 1856-1858), no sólo le representaron humillantes derrotas sino la pérdida de Hong Kong, la imposición del consumo del opio y el otorgamiento de concesiones múltiples. Ello vino sucedido en 1860 por la ocupación anglo-francesa de Pekín. Los tratados de 1858 y 1860 con Rusia le implicaron la pérdida, producto de su debilidad, de 2,6 millones de kilómetros cuadrados de territorio al Este del río Ussuri. En 1898 Rusia anexó sus estratégicos puertos de Dalian y Lüshum. La derrota de 1894 frente a Japón le significó la pérdida de Taiwan, así como la de su soberanía formal sobre Corea. De igual manera, el tratado de 1885 con Francia le obligó a ceder a este país su soberanía formal sobre Vietnam y el de 1894 con Gran Bretaña le hizo perder la de Burma. En 1897 Alemania ocupó la Bahía de Jiaozhou. En 1900, vino la ocupación de Pekín por una coalición internacional. Todo lo anterior presagiaba tan sólo su peor momento: la ocupación japonesa y los veinte millones de muertos que ésta trajo consigo, entre 1937 y 1945.
Rusia fue un buen ejemplo, de su lado, de la dinámica David versus Goliath. Siendo uno de los grandes poderes del mundo, sufrió en 1905 una humillante derrota militar frente a una pequeña nación asiática que apenas en fecha reciente se había incorporado al mundo moderno: Japón. Algo parecido podría decirse de las humillantes derrotas militares sufridas por la Unión Soviética de Stalin en los primeros meses de su guerra con la pequeña Finlandia en 1939, lo que hizo que Hitler le perdiera todo respeto a ese país. Más significativo aún, a pesar de sus más de 5.900 ojivas nucleares y de ser el Estado con mayor extensión territorial en el mundo, con una población de 143 millones de habitantes, el Goliath ruso se ve en la actualidad en serios aprietos tras haber invadido a Ucrania.
A comienzos del año pasado, Moscú desplegó 127 mil soldados en las fronteras ucranianas con Rusia y Bielorrusia. Respaldadas con gran cantidad de cañones autopropulsados, tanques, carros de combate, misiles tácticos operativos y más de 21 mil efectivos aéreos y navales, las fuerzas militares rusas lucían imbatibles. Estas no sólo contaban con un armamento sofisticado, sino también con experiencia de combate en distintos escenarios. Al momento de la invasión, fue creencia generalizada que en pocas semanas Ucrania sería doblegada. Cuando se acerca el primer año de la misma la historia, sin embargo, es otra muy distinta. Si bien el David ucraniano ha contado con amplia ayuda occidental en materia de armamento e inteligencia, han sido el coraje, la determinación, la sangre y la sagacidad de ese país, los que han hecho la diferencia.
En definitiva, los pequeños pueden golpear muy por encima de su peso, mientras los grandes pueden terminar resultando en pésima condición física.