Por: Karina Sainz Borgo
La portada de ABC del día siguiente, seguro. Pero también unas cuantas cosas más. De tanto moverse en el combate de la vida y las redacciones, tiene la mirada de un francotirador y la pegada de un púgil.
Es capaz de transformar un dato en un bombazo, también de convertir a un policía de antiterrorismo, Iñaki Altolaguirre, en el retrato de una sociedad sin virtud, piedad ni redención. Lo hizo en Moscas (Pepitas de Calabaza), en cuyas páginas retrató una Palma de Mallorca carcomida por la corrupción, y vuelve a hacerlo ahora con Txalaparta (Pepitas de Calabaza), su más reciente novela.
Desde 2007 hasta 2013, Agustín Pery dirigió la delegación balear de El Mundo. En ese tiempo destapó con su equipo los escándalos de corrupción política más relevantes en la historia de Mallorca. Fruto de esas experiencias surgió Moscas, su primera novela, publicada en 2018. Cinco años después regresa con Txalaparta, un libro que hace las veces de precuela de aquella historia y, por supuesto, de su protagonista: Iñaki Altolaguirre, un policía nacional navarro fajado en la lucha antiterrorista. Un euskaldún en los años de plomo en el País Vasco. Altolaguirre es cruel, frío y brutal. Lo respetan y le temen dentro y fuera de las comisarías. Y si en Moscas aún no había desplegado todas sus armas, en esta sí que lo hará.
Txalaparta está contada por Edurne, su mujer y madre del hijo que tienen en común. A través de las palabras de una carta que Edurne reescribe una y otra vez, el lector verá de cerca los inicios de este policía al que los proetarras llaman txakurra —perro— y que habrá de pisarle los talones a su hijo,
un cachorro recién reclutado por la banda terrorista, un muchacho que se concibe a sí mismo como un gudari, un soldado. A partir de ahí, Agustín Pery propone un atlas humano del que nadie sale bien parado. En esta novela, como en el instrumento que le da título, alguien siempre golpea hasta hacer sangre.
—Euskadi, años 90, ETA mata sin piedad. ¿Qué hace Iñaki Altolaguirre en ese tiempo?
"Se mantiene esa atmósfera densa, sólida, pesada. Quería contarlo" —Me quedé con las ganas de explicar cómo termina en Mallorca un policía de antiterrorismo, que es lo que le ocurre a Altolaguirre en Moscas. Conozco bien Navarra. Llevo 29 años yendo con mi mujer, que es de allí. He visto mucho: cómo ha evolucionado todo desde los años más duros, cuando ETA continuaba matando, hasta hoy. Se mantiene esa atmósfera densa, sólida, pesada. Quería contarlo.
—Txalaparta es un instrumento compuesto de una base y un palo. ¿Quién es el tablón contra el que golpea Altolaguirre?
—El título de las novelas viene a mí mientras las escribo. En un momento dado, en una de las escenas, durante el interrogatorio a un terrorista, a Altolaguirre lo llaman txalaparta por la forma que tiene de golpear y torturar. ¿Quién es el tablón? Hay muchos: el terrorista al que golpea, pero también es el hijo que se avergüenza de él y, sobre todo, es su mujer.
—Altolaguirre aparta a su hijo y su mujer para protegerlos. O así lo explica él.
—En su caso se trata de una falta de sentimientos más que un asunto de humanidad. Altolaguirre no siente amor por nada ni por nadie. Más que protegerlos a ellos, lo que pretende es que no lo debiliten. Que no muestre flancos. Que su familia no lo haga débil ante quien quiera usarlos en su contra. No es que él se adapte a su familia y la proteja, es que su familia debe adaptarse a él. Él tiene el poder, es él quien da miedo.
—La frase de Montesquieu que abre la novela alude a ese espíritu, el de hacerse temer.
—El tránsito del miedo al odio es muy corto y es muy fácil recorrerlo. El que fomenta el miedo fomenta que se le tema. Él decide cómo ha de ser todo. Todo tiene que transcurrir alrededor de él. Es su familia la que debe adaptarse.
—¿Es esta una tragedia contada por una madre?
—Edurne es la Pietà doliente. Está en medio del padre y el hijo, está en medio de dos mundos. En el caso de Altolaguirre, él no forma parte de los buenos que combaten el terror, que es lo que hace la policía que persigue a los terroristas, sino que es un personaje intrínsecamente malo. Es mala gente. Su hijo, el otro mundo, está del lado del terrorismo. Edurne proviene de educación y formación euskaldún y tiene un marido que es la antítesis. Es ella quien cuenta ese enfrentamiento.
—¿Se parece Altolaguirre al Javert de Los miserables? ¿La necesidad de hacer pagar un delito lo convierte en un perseguidor?
—No quería hacer una novela de buenos ni malos, ni una novela sobre ETA. Esta no es una novela de ETA. Es una novela en ETA. Es una novela no sobre el terrorismo, sino en el terrorismo: la atmósfera, el espacio, lo denso, la metástasis que provoca. Todo se embrutece, todo se envilece, todo se prostituye.
La sociedad que retrata Agustín Pery en Txalaparta no conoce la piedad. Es el lugar donde alguien empuña una pistola y otros ponen la nuca. Hasta la distribución de cerveza en una herriko taberna esconde un sistema de violencia, intimidación y poder. Así fueron los años de plomo. Por mucho que ahora parezcan remotos, siguen incrustados como balazos en una pared. Y así lo percibe el lector en esta novela: el repudio a quienes disienten, la euforia de los que se creen soldados, el dolor de las víctimas, el hedor de la muerte.
«No he tenido que consultar libros ni leer nada. Tengo 52 años». Agustín Pery hace una pausa, endereza su reloj de muñeca. «Empecé a visitar Navarra con 23. He visto la progresión, los insultos, he ido a bares, he visto cómo de repente te llevaban a una taberna porque el pincho era muy bueno y muy famoso. Y tú decías: «Yo aquí no entro ni de coña». Y ellos no eran ni conscientes. Porque era su vida normal. «Yo no doy un duro al entorno de ETA», les dije. A mí me da igual que sea el mejor frito de pimiento que haya. No voy a entrar aquí».
—¿Qué tanto y hasta dónde podía llegar la presencia de ETA en el día a día?
—Esa división estaba en todas partes. Por ejemplo, sabías o te fijabas en que los chavales llevaban zapatillas y sudadera con capucha un viernes e inmediatamente sabías la que se iba a montar. Sabía a qué barrios era mejor no ir a determinadas horas si no querías acabar tú lanzando un cóctel molotov o llevándote un porrazo. Ese ambiente acaba impregnándolo todo. Y eso es lo que quería contar. Por eso insisto en que esta no es una novela sobre ETA, sino una novela en ETA, es decir, en esos años de terrorismo.
—¿Cómo operó el mensaje del terrorismo hasta el punto de enfrentar a personas de una misma familia?
—Si toda tu vida te están llamando gudari, te están llamando soldado, y te hacen creer que salvas a tu presunta patria, te están comiendo el tarro. Al final la olla a presión sale por algún lado. A los cachorros de ETA les vendieron una épica que era mercancía averiada, pero los chavales la compraban. También en otros entornos se producen ese tipo de actitudes. Recuerdo siempre que me llamó un pope del entorno etarra para decirme que mi periodismo de pluma lo pagaría con mi sangre porque comparé a algunos de los cachorros con las juventudes nazis. Porque al final el funcionamiento, la mecánica, la antropología social y la psicología es muy similar.
—Moscas obedeció a un momento concreto y difícil de su vida. Ha vuelto a la novela. ¿Lleva Agustín Pery la escritura dentro?
—Soy un periodista que ha escrito dos novelas, no soy un escritor. El personaje de Altolaguirre es muy fuerte. Me quedó un punto de amargura. Yo no comparto que Moscas fuera la novela de un machirulo. Por eso quise que una mujer fuese el pivote de una nueva historia. Ese es el papel de Edurne. En un pueblo de Pamplona vi a un chaval sentado en un banco fumándose un peta con dos o tres amigos. Todos llevaban capucha. Me imaginé a la madre mirándolos a través de un cristal. Siempre hay una madre esperando, mirando a través de la ventana. A partir de ahí me puse a escribir.
—Aunque el narrador es omnisciente, ella es la voz central.
—Quise que la gente pudiera entender el drama de esa mujer, que además es una muy buena mujer. Me apetecía verla en ese mundo emponzoñado y cómo intenta sacar adelante al hijo de sus entrañas, sacar adelante un matrimonio, sacar adelante una vida. Esa atmósfera la rodea como el fango e intenta tragarla. Quería que la voz que contara esa historia fuera la suya.
—En un tiempo en el que hay que explicar que una novela es una novela, Txalaparta le va a dar dolores de cabeza.
—Me niego a tener ningún tipo de debate sobre eso. Tengo claro lo que escribo y por qué lo escribo. Escribo los domingos en la mañana. El único momento que tengo. No busco redención, ni complacencia, ni comprensión, ni siquiera denuncia. Lo que yo pienso sobre el terrorismo y sobre las alimañas de ETA lo tengo dicho tantas veces en mi oficio que no necesito decirlo a nadie más. Pero si alguien quiere saberlo se lo digo: los detesto, me repugnan, me dan arcadas. He conocido a hijos de guardias civiles que tienen que decir que sus padres son comerciales de tractores. He visto las casas cuarteles, que son como aldeas galas en terrenos amenazados. He tenido broncas físicas con manifestantes, he tenido que consolar a amigos. Tengo familia que ha sufrido el zarpazo de ETA. He tenido grescas. Me he sentido observado por llevar una pulsera con la bandera de España, que la llevo toda la vida. Bueno, pues todo eso al final lo traslada a mi conocimiento. Eso lo conozco. No me lo tenía que contar nadie.
—Tanto Moscas como Txalaparta se comportan como una novela realista del XIX. ¿Qué proporciones tiene el paisaje que componen ambas novelas?
—Eso es algo que me obsesiona. Con Moscas me interesaba la corrupción. Se puede ser corrupto por acción o por omisión, y eso es una cosa que a mí me obsesionaba desde los años que estuve en Mallorca. En el caso del terrorismo, no puedo entender a quienes miran a otro lado. Soy hijo de militar. Sé que entre las víctimas de ETA se distinguía entre el civil y el militar. ¡Pero qué narices! A las víctimas no se les distingue. Son víctimas.
Agustín Pery está hecho de periodismo. Todo en él responde a ese oficio al que ha dedicado la vida entera. Durante los 25 años que trabajó en El Mundo impulsó un reporterismo de primera. «Ir, ver, contar». Esa fue su premisa. El resultado no pudo ser mejor. Los nombres más importantes del periodismo español compartieron redacción con él, desde David Gistau hasta Manuel Jabois. En ABC hace lo propio desde el rosco, el lugar donde se piensa y decide el periódico del día siguiente. Como el patrón de un pesquero, Agustín Pery le pide a su gente que salga a faenar. «Un día traerán atún, otro caballa, o mero o pulpo. Pero los quiero faenando, ¿entendido?». Vamos, en la calle. Al loro.
Existe, sin embargo, una aleación más compleja hecha de otras cosas. Agustín Pery nació en Cádiz, estudió periodismo en Madrid y se casó con la periodista navarra Teresa Iturralde, la mujer a la que atribuye todos sus aciertos y que durante más de 16 años trabajó en las páginas de Yo Dona. Pery es el segundo de tres hermanos. Hijo de padre militar, se familiarizó muy pronto con los volúmenes de historia naval y de España. A su madre le gustaba el policiaco, sobre todo Agatha Christie.
De aquellos años, Pery conserva el recuerdo de Emilio Salgari y los clásicos de aventura. «En mi casa se leía mucho. Tengo en mi mente la imagen de entrar en el salón y ver a mi padre leyendo en un sofá y a mi madre en otro. Mi hermano mayor también es un grandísimo lector y un disfrutón de la lectura». De esa conjunción de factores salió un hombre de acción y palabra. De tanto reportearla, Pery conoce muy bien la calle y, sobre todo, la naturaleza humana de quienes la habitan y la recorren. Nunca se sienta de espaldas a la puerta, por aquello de saber quién entra y hacia dónde se dirige. Tiene ojo de águila. No se le va ninguna, sobre todo las más importantes, las que pasan desapercibidas.
—Todos vaticinan la muerte del periodismo independiente, como lo hacen con la novela. ¿Qué piensa?
—En el momento en que un periodista, y creo también que un novelista, escribe en función de lo que cree que debe hacer para no molestar, para que ese público le entienda o lo lea, entonces ya estás siendo deshonesto. No sacralizo la objetividad, creo en la subjetividad honesta. Para construir algo no puedes basarlo en una mentira ni en la preocupación sobre si esto o aquello quitará lectores. Entonces, chico, dedícate a otra cosa.
—Este libro es más complejo, es más rápido, ¿más audiovisual acaso?
—Fue algo que me comentaron sobre Moscas. Y creo que pude haberlo conseguido: la creación de imágenes, casi de guion. Me gustan los diálogos. Soy periodista, soy de los que pone la oreja, me gusta fijarme cómo hablan las personas. A lo mejor para mí es más sencillo contarlo de esa manera que no contarlo de otra. Es como la estructura de la carta de Edurne en Txalaparta. Me permite ordenarme, también sirve para que el lector no se pierda, porque hay muchos personajes que acaban confluyendo. Tengo todo en la cabeza, visualmente. O sea, yo cuando hay una escena de pelea estoy peleando, cuando hay una escena de discusión entre padre e hijo estoy discutiendo. Creo que por eso me pongo los cascos con AC/DC.
—¿En qué se parecen un policía, un escritor y un periodista?
—Policías hay de todos los tipos: de paisano, de acción, de pesquisa, de investigación. Sin embargo, lo que hace siempre un policía, siempre, es vigilar. Y yo sí creo que el periodista, también, tiene que estar vigilante siempre. Un escritor observa, y al observar también vigila. Nos une una actitud vigilante.