Por: Alfredo Toro Hardy
Señala una anécdota célebre que cuando Henry Kissinger y el Premier chino Chu Enlai se reunieron en 1971, en preparación para la cumbre entre Nixon y Mao Tse Tung, el primero le preguntó al segundo su opinión sobre la Revolución Francesa. La repuesta dada por Enlai es que dicho evento resultaba demasiado próximo en el tiempo como para tener una perspectiva clara de su significado. Nada ilustra mejor el sentido del tiempo y de la historia de una nación multimilenaria como China.
El propio Kissinger escribía: “El sentido del tiempo en China late a un ritmo distinto que el de Estados Unidos. Cuando a un estadounidense se le pregunta sobre un evento histórico, el piensa en un día específico en el calendario. Por el contrario cuando un chino describe un evento histórico, lo sitúa dentro de una dinastía y, de las catorce dinastía imperiales que tuvo China, diez duraron más que la historia entera de Estados Unidos” (Does America Need a Foreign Policy?, New York, Simon & Schuster, 2001, p. 137). El sentido de la historia para los chinos es, en efecto, proporcional a su continuidad en el tiempo.
Señala Martin Jacques que China es un Estado-Civilización. Ello significa que sus rasgos como civilización (léase sus cinco mil años de historia y su identidad cultural única), preceden a su conciencia como Estado y determinan una visión de sí misma que sobrepasa a la de simple integrante de la comunidad internacional (When China Rules the World, London, Allen Lane, 2009). La noción anterior resulta tanto más impactante si tomamos en consideración que para el 221 A.C. el Estado chino había quedado ya cabalmente estructurado. El suyo, por lo demás, ha sido un proceso histórico evolutivo desprovisto de los mil años de oscurantismo que la Europa medioeval representó para Occidente.
Un par de referencias nos dan cuenta del significado de esa historia. Casi 100 años antes de que las tres diminutas carabelas de Colón partieran del Puerto de Santa María para descubrir a América, China poseía una flota de 1.681 barcos, de los cuales 250 contaban con nueve mástiles y 145 metros de largo por 54 metros de ancho. De hecho, en 1776 cuando trece colonias del Este de América del Norte se declararon en nación independiente, Adam Smith escribía que China resultaba más rica que toda Europa junta.
Sin embargo, la historia de la relación entre China y Estados Unidos ha estado siempre signada por el deseo de este último de querer transformar a China en una proyección de si mismo. Cuando Estados Unidos no alcanzaba aún los primeros cien años de historia independiente ya hacía manifiesta su intención de hacer de China una nación subsumida a su propia religión y valores. Desde que en 1854 el Comodoro Matthew Perry, al frente de una flota estadounidense, forzó a la apertura de Japón al mundo exterior, la atención de Estados Unidos se volcó sobre el Extremo Oriente. China habría de transformarse en el primer experimento de una política a largo plazo en esa parte del mundo.
Leamos lo que escribe sobre el particular Hugh White: “Los motivos de Estados Unidos no eran puramente comerciales. Sus ideas sobre China habían sido moldeadas por los misioneros cristianos que desde hace algunas décadas se habían establecido allí. Ello había promovido la imagen de que el pueblo chino resultaba ansiosamente receptivo a las ideas estadounidenses. No sólo las ideas religiosas, sino también las políticas y económicas. A partir de esa imagen creció la convicción de que Estados Unidos tenía la misión única de guiar a China y de llevarla al mundo moderno. En China, Estados Unidos podía jugar el papel de nación ‘civilizada’ que brindaba a una sociedad atrasada los beneficios de la modernidad…”(The China Choice: Why We Should Share Power, Oxford, Oxford University Press, 2012, p. 15).
Estados Unidos visualizó así su relación con China bajo la imagen de un mentor que debía llevar a aquella los beneficios de sus valores. Tal percepción duró hasta que la triunfante revolución de Mao Tse Tung en 1949 cerró las puertas de China a la influencia occidental. Sin embargo, tres décadas más tarde Deng Xiaoping llegaba al poder y con él se abría un proceso de reforma económica y de apertura a la inversión extranjera y al comercio internacional, que habría de transformar a China un gigante económico.
Estados Unidos mantuvo la convicción de que el resultado final de ese proceso no podía ser otro que el de la conversión de su sociedad a los valores del pluralismo democrático y del libre mercado. Es decir, una sociedad forjada a su imagen y semejanza. En virtud de ello se convirtió en factor coadyuvante de primer orden a la expansión económica china.
Para sorpresa estadounidense, China tenía su propia agenda. El “sueño chino”, planteado por Xi Jinping, hace alusión a una nación económica, militar y tecnológicamente fuerte en competencia directa con Estados Unidos. Ello implica reivindicar el papel preponderante detentado por esta nación a lo largo de la mayor parte de la historia humana.
Eso es algo que Estados Unidos no se muestra dispuesto aceptar. Particularmente, porque la asertividad china en persecución de este propósito no sólo se plantea como un reto frontal a su liderazgo, sino al orden internacional que encarna y defiende. Ante los ojos estadounidenses ello representa una inaceptable traición.