Para Darwin quién prevalecía no era el más fuerte, sino quien mejor se adaptaba al cambio. La idea de la predestinación, de su lado, asocia el éxito material con la salvación del alma
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Alfredo Toro Hardy

El darwinismo es una de las tres teorías que, a lo largo de la historia, ha logrado herir en su fuero más profundo la visión gratificante que el ser humano tenía de sí mismo. Las otras fueron la teoría heliocéntrica de Copérnico y Galileo y el psicoanálisis de Freud. Mientras una de ellas hizo de nuestro planeta un simple miembro más de la gravitación sideral, la otra colocó las motivaciones humanas fuera del ámbito de la razón.

El darwinismo, sin embargo, llevó la autoestima humana al punto más bajo. Al dejar sin sustento la tesis de la creación divina, transformó al ser humano en simple producto de un proceso de selección natural de las especies. Una selección natural determinada por una lucha por la supervivencia en la que sólo los más aptos sobreviven.

Para los estadounidenses, Darwin constituye un punto de referencia fundamental. Una auténtica obsesión. En ningún otro lugar del mundo sus enseñanzas siguen generando tanta polémica, despertando tanta virulencia y motivando tanta literatura alusiva. Ello se expresa por dos vías contradictorias en las que la religión juega un papel determinante.

Desde una primera perspectiva, la selección natural constituye un anatema inaceptable. Mientras la mayoría de los seres humanos hemos aprendido a convivir con esta visión menoscabada de nuestro origen, una parcela mayor de los habitantes de Estados Unidos se niega a hacerlo. Las tres cuartas partes de éstos, es decir, tres de cada cuatro, se niegan a aceptar que la vida en nuestro planeta es producto de un proceso de evolución natural (Martin Kettlese, “America is caught in a conflict between science and God”, The Guardian 26 November, 2015).

El rechazo anterior deriva de la condición profundamente religiosa de los estadounidenses y de la fuerza de sus sectores evangélicos. Sin embargo, deriva también de la naturaleza providencial con la cual éstos vislumbran su papel sobre la Tierra. Según su mitología nacional, Estados Unidos constituye la “Nueva Jerusalén”, el nuevo pueblo escogido por Dios. Mal podría un pueblo convencido de encarnar las bendiciones divinas, aceptar una visión tan disminuida de su propia naturaleza. Como bien expresaba Herman Melville en Moby Dick, una de las obras literarias más reverenciadas de ese país: Nosotros los estadounidenses somos el pueblo escogido por Dios, el Israel de nuestro tiempo. Somos los portadores del Arca de las Libertades del mundo”.

Muy curiosamente, sin embargo, existe una segunda vertiente de la teoría de Darwin que no sólo fue fácilmente asimilada desde un comienzo por los estadounidenses, sino que fue incorporada a su “ethos” nacional. Se trata del “darwinismo social”, tesis según la cual la sociedad se concibe como una suerte de organismo biológico en el que los más aptos prevalecen. También esta teoría tuvo que vérselas con la religión, pero en este caso como elemento de reforzamiento.

No olvidemos que varias de las denominaciones protestantes, con particular referencia al calvinismo y al luteranismo, ven a la prosperidad económica como expresión de las bendiciones de Dios y aceptan las desigualdades sociales como una suerte de distribución divina de la riqueza. Ello dió lugar a una curiosa amalgama que Mariane Debouzy describía en los siguientes términos: “Las dos doctrinas, el puritanismo y el darwinismo, se unen para brindar justificación a la riqueza, la cual pasa a presentarse como resultado simultáneo de la escogencia divina y de la selección natural” (Le Capitalisme ‘Sauvage’ aux Etats Unis, París, 1972).

Lo característico del capitalismo en su versión estadounidense es precisamente aceptar riqueza y pobreza, éxito y fracaso, como expresiones de una lucha por la supervivencia susceptible de insertarse dentro de un propósito divino. El concepto de “creación destructiva”, enunciado por Schumpeter y transformado en credo en Estados Unidos, no es más que la representación de la selección natural del más apto. Recordemos, en efecto, que para Darwin quién prevalecía no era el más fuerte, sino quien mejor se adaptaba al cambio. La idea de la predestinación, de su lado, asocia el éxito material con la salvación del alma.

Así las cosas, una parcela muy importante de los estadounidenses hace convivir en su estructura mental las dos versiones anteriores, sin que ello genere contradicción alguna. Una de naturaleza científico-biológica que es rechazada por una mayoría y otra de naturaleza social que es plenamente aceptada. Lo más curioso es que en ambos casos la religión juega un papel fundamental como factor de negación o refuerzo. Así las cosas, Darwin asume una vigencia en Estados Unidos que contrasta con el empolvado olvido que su nombre evoca en la mayor parte del mundo.

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