Alfredo Toro Hardy
Hoy día presenciamos una Guerra Fría entre China y Estados Unidos, así como un acercamiento cada vez mayor entre India y Estados Unidos, producto de las tensiones crecientes entre el primero de ellos y China. Bien valdría la pena recordar cuan distintas lucían las cosas hace poco más de diez años. A finales de la primera década de este siglo, en efecto, se hablaba extensamente sobre dos contracciones que, a juicio de muchos expertos, habrían de guiar a la economía del siglo XXI: Chimérica y Chiindia.
La primera de dichas contracciones fue acuñada por el historiador Niall Ferguson (The Ascent of Money, London: Penguin Books, 2008). La misma se sustentaba en la imbricación profunda que se producía entre las dos mayores economías del mundo: China y Estados Unidos. El conocido autor Zachary Karabell llegó incluso a comparar a esta asociación de facto con la Unión Europea, en virtud de la intensidad y diversidad que alcanzaba su complementariedad económica (Superfusion, New York: Simon&Schuster, 2009). Karabell añadía, sin embargo, que a diferencia de la experiencia europea, Chimérica era el fruto de las circunstancias y no el resultado de una acción deliberada.
Estados Unidos y China, bajo la perspectiva de autores como los anteriores, no podían para bien o para mal prescindir el uno del otro. A pesar de sus inmensos y reiterados déficits presupuestarios, la economía estadounidense estaba en capacidad de seguir funcionando gracias a que los chinos se mostraban dispuestos a absorber, una y otra vez, las emisiones de deuda pública que aquel país emitía. Pero, a la vez, los excedentes financieros chinos que permitían adquirir dicha deuda nunca se hubieran materializado de no ser por los Estados Unidos. En efecto, los mismos eran producto de la disposición estadounidenses a consumir vorazmente las mercancías chinas y a aceptar una balanza comercial perenne y desprporcionadamente negativa con ese país. Más aún, alrededor de dos tercios de las reservas internacionales de China se encontraban invertidos en Estados Unidos (Straits Times, 13 January, 2011).
En los primeros meses de 2009, el Departamento del Tesoro estadounidense ofertó varios cientos de miles de millones de dólares en bonos de la deuda pública, para financiar las leyes de estímulo financiero a su economía. Ello, para recuperarla de la gigantesca crisis del 2008. Quien absorbió la mayoría de esa deuda fue quien mismo lo había hecho el año anterior, cuando el sistema financiero norteamericano comenzó a hacer implosión, o quien también lo había hecho en el año 2007, cuando los primeros signos de la tormenta se avizoraban en el horizonte estadounidense. Es decir, China.
A la vez, se señalaba, las corporaciones estadounidenses requerían del mercado y de la mano de obra de China como condición esencial de crecimiento. Ello, de la misma manera en que este último país necesitaban de la transferencia tecnológica de aquellas, como elemento vital de expansión económica.
La compleja relación de pareja conformada por Chimérica representaba, a decir de tantos especialistas, el eje fundamental sobre el que se sustentaba la economía global. No en balde algunos, de entre los que sobresalía Ian Bremmer, comenzaron a utilizar el término “G-2” para referirse a la nueva conjunción del poder mundial (Every Nation for Itself, London: Penguin, 2013).
El término Chiindia, de su lado, aludía a la fuerza combinada de China e India, quienes hasta 1820 habían representado el 50% del PIB mundial, y que a partir del nuevo milenio volvían por sus fueros. Según se señalaba con insistencia, en la tercera década de este siglo China habría de ser la primera economía del mundo e India la tercera. En palabras de Anil Gupta y Haiyan Wang: “China e India están cambiando las reglas del juego global. Ellas representan dos de las diez mayores economías del mundo, y las dos de más rápido crecimiento…Ellas ofrecen empleos de cuello azul y de cuello blanco a bajo costo, desplegando ventajas competitivas transformacionales. Son dos de las mayores fuentes de graduados en ciencia y tecnología. Finalmente, son el núcleo donde se incuban algunas de las empresas globales de mayor agresividad, ambición y rapidez de crecimiento” (Getting China and India Right, San Francisco: Jossey-Bass, 2009, pp. 1, 2).
Kishore Mahbubani recurría a un lenguaje aún más triunfalista al señalar: “La dominación del mundo por parte de Estados Unidos y de Occidente durante los últimos 200 años fue un momento histórico totalmente artificial. A lo largo de 1800 de los últimos 2000 años, la dos grandes economías del mundo fueron consistentemente China e India. En 2050, o antes, China será la primera economía del mundo e India la segunda, con Estados Unidos ocupando un tercer lugar. Las cosas volverán así a su esquema normal” (“The seesaw of power: A conversation with Joseph Nye, Dambisa Moyo and Kishore Mahbubani, International Herald Tribune Magazine, 24 June, 2011).
El ser las dos economías de más rápido crecimiento mundial y, a la vez, las de mayor tamaño poblacional, señalaban los expertos, ofrecía inmensas ventajas. A pesar de su rápido crecimiento en décadas anteriores, Japón nunca pudo haber superado a Estados Unidos por el simple hecho de que su población es apenas de un 40% de la estadounidense. A China, por el contrario, le bastaba con que el ingreso per cápita de sus habitantes llegase a una cuarta parte del de Estados Unidos, para superar en tamaño al PIB norteamericano. De allí en adelante su dimensión poblacional le permitiría garantizarse varias décadas adicionales de crecimiento económico sostenido, a tasas elevadas. Algo similar se decía de India. Tomando en cuenta que a comienzos de milenio el PIB per cápita de China se encontraba donde el de Japón había estado en 1965, y el de India en el mismo punto de Japón en 1950, era válido suponer que ambos tenían mucha tela por cortar. No en balde se estimaba que, para la década del 2040, ambos países representarían el 40% del mercado global (Jacques Attali, “Regional Outlook Forum”, Institute of Southeast Asian Studies lecture, Singapore 12 January, 2011).
Se planteaba, así, que en el momento en que ambos vecinos decidiesen combinar sus ventajas comparativas, ello acarrearía una auténtica revolución económica global. (The Straits Times, 7 enero, 2011). Nada parecía más natural que tarde o temprano ello terminase ocurriendo. Sobre todo, porque sus empresas constituían las de más rápido crecimiento en el mundo, disponiendo de la capacidad para combinar niveles internacionalmente competitivos de calidad con costos muy inferiores a las de sus contrapartes del mundo desarrollado. Esta conjunción entre China e India apuntaba, por tanto, a la materialización de aquello que hace un siglo Rabindranath Tagore había llamado el “paradigma geocivilizacional”, refiriéndose a la confluencia natural entre estas dos grandes civilizaciones asiáticas.
Así las cosas, Chimérica y Chiindia se planteaban como los grandes dinamos de crecimiento económico del siglo XXI. La realidad actual, sin embargo, es otra muy distinta. La fortaleza que ellas representaban o evocaban, resulta incomprensible hoy día. A nadie se le ocurriría hablar en la actualidad de la fuerza de las confluencias económicas entre China y Estados Unidos o entre China e India. El rápido ascenso de la geopolítica por sobre la economía y el ocaso de la globalización, se han ocupado de colocar a dichas nociones en el desván del olvido. Estados Unidos y China desacoplan sus economías a pasos agigantados, lo que ha dado lugar a términos anglosajones como los de “on shoring”, “near shoring” o “friendly shoring” que evocan el regreso a casa, cerca de casa o a casa de amigos, de las fabricas ubicadas en China. Ello, acompañado de guerras comerciales, bloqueos tecnológicos, boicots a productos, restricciones a la exportación de materias primas, restricción o sobre regulación de la inversión extranjera. Y así sucesivamente. Todo esto enmarcado dentro de lo que se percibe como una cuenta regresiva hacia un enfrentamiento bélico inevitable. A la vez, la conjunción económica entre China e India no sólo no llegó nunca a materializarse, sino que ambos países se adentran cada vez más en una rivalidad geopolítica mayor.
La obsolescencia de las nociones citadas, evidencia no sólo la extraordinaria rapidez de los cambios sufridos estos últimos años en el escenario internacional, sino también el paso de la era del “suave comercio” (expresión célebre acuñada por Inmanuel Kant en el siglo XVIII), a la del vivir peligrosamente.