Hala Alyan
Me he mudado dos veces a Estados Unidos desde que nací. Una vez fue de niña, tras la invasión iraquí de Kuwait. Y después otra vez, para estudiar el posgrado. Tuve el privilegio de vivir una juventud —la adolescencia y los primeros años de la edad adulta— en países donde ser palestina era bastante común. La identidad podía pesar mucho, pero no estaba en tela de juicio. No había tenido que aprender la política de la respetabilidad de ser una adulta palestina. Aprendí rápido.
La tarea del palestino es ser aceptable o ser condenado. La tarea del palestino, como hemos visto en las últimas semanas, es pasar una prueba para obtener empatía y compasión. Para demostrar que las merecemos. Para ganárnoslas.
Por si eso fuera poco, la matanza palestina se presenta con demasiada frecuencia de forma ahistórica, desligada de la realidad: no se atribuye al fuego y los misiles, a la ocupación, a las políticas. Para ganarse la compasión por sus muertos, los palestinos tienen que demostrar primero su inocencia. El verdadero problema es el tono suave y taimado de las preguntas que la acompañan: se presupone que los palestinos son violentos —y que merecen violencia— hasta que se demuestre lo contrario. Se presupone que sus muertes son defendibles hasta que se demuestre lo contrario. ¿Qué voz tiene un palestino contra una maquinaria que se investiga a sí misma y se absuelve de los crímenes que se le imputan? ¿Qué se enfrenta a un gobierno cuyos representantes
se han referido a los palestinos como
“animales humanos” y
“bestias salvajes”, y cuando un
hombre con traje puede decir con descaro y sin rubor que el pueblo palestino no existe como tal?
Se trata, claro está, de una estrategia notablemente eficaz. Una matanza no es una matanza si los masacrados tienen culpa, si han sido silenciosa y eficazmente deshumanizados —en los medios, a través de las políticas públicas— durante años. Si nadie es civil, nadie puede ser una víctima.
En 2017, publiqué una novela sobre una familia palestina. La publicó una editorial respetable, tuvo muy buena acogida en la prensa y una gira de presentación del libro. Hablé en mesas redondas y clubes de lectura. Respondí a preguntas después de las lecturas. Había un estribillo que se repetía una y otra vez. La gente no dejaba de decir lo humana que era la historia. Has humanizado el conflicto. Esta es una historia humana.
Por supuesto, la literatura y las artes desempeñan un papel fundamental en procurar un contexto, en expandir nuestra empatía y ofrecernos miradas a otros mundos. Sin embargo, cada vez que me decían que había humanizado a los palestinos, tenía que reprimir la pregunta que eso me inspiraba: ¿Y antes qué eran?
Hace un par de semanas, en un entorno profesional, alguien llamó a los palestinos por su nombre y habló de sus siete décadas de angustia. Yo estaba entre decenas de compañeros de trabajo y me di cuenta de que me temblaba el labio. Estaba llorando antes de entender lo que estaba pasando. Escapé de la sala y tardé 10 minutos en dejar de sollozar. No entendí inmediatamente mi reacción. Con el paso de los años, me he enfrentado a reuniones, aulas y otros espacios institucionales donde a los palestinos no se los nombraba o solo se hacía referencia a ellos como terroristas. Llegué a la madurez profesional en un país donde la gente perdía toda clase de cosas por hablar de Palestina: la posición social, la titularidad universitaria o un puesto como periodista. Pero, al final, lo que me puede no es el silencio o la obliteración, sino la empatía. El simple hecho de que se nombre a mi pueblo. De que haya un mayor reconocimiento de que la liberación está ligada. Por los espacios de solidaridad palestino-judía. Por lo que se ha vuelto polémico: el simple hecho de hablar en alto del sufrimiento palestino.
En estos días, todo el mundo está intentando escribir sobre los niños. Un incomprensible número de ellos, muertos, y la cifra sigue subiendo. Estamos despiertos por la noche, escudriñando la luz parpadeante de nuestros celulares, intentando encontrar la metáfora, el video, la fotografía que demuestre que un niño es un niño. Es una tarea insoportable. Nos preguntamos: ¿Será esta la imagen que por fin lo consiga? ¿Este medio niño en un tejado? ¿Este video, reproducido por Al Jazeera, de una niña inconsolable que parece reconocer el cuerpo de su madre entre los muertos, y que grita: “¡Es ella, es ella. Juro que es ella. Sé que es ella por su pelo!”?
Te lo dice una escritora: no hay nada como el tedio de tratar de inventar analogías. Intentar ganarse la solidaridad tiene algo de humillante. No dejo de ver infografías con las que se intenta desesperadamente apelar a los públicos estadounidenses. Imaginemos que se le dice a la mayoría de la población de Manhattan que ha de ser evacuada en 24 horas. Imaginemos que el presidente de [ ] sale en la NBC y dice que todos los [ ] son [ ]. ¡Miren! Aquí hay una franja, al borde del mar Mediterráneo. Eso es Gaza. Es más o menos del mismo tamaño que Filadelfia. O: Multiplica por tres la población entera de Las Vegas.
Es una labor desmoralizante, tener que hablar constantemente el dialecto de las tragedias y atrocidades, y decir: Mira, mira. ¿Te acuerdas? ¿Aquel otro sufrimiento que al final fue considerado inaceptable? Permíteme compararlo con este. Permíteme mostrarte la proporcionalidad. Permíteme ganarme tu indignación. Y, a falta de eso, permíteme ganarme tu recuerdo. Por favor.
No dudo ni un segundo en condenar la matanza de cualquier niño, cualquier masacre de civiles. Es lo más fácil de pedir en el mundo. Y no es a pesar de ello, sino por eso mismo, por lo que digo: condenemos la deshumanización de los cuerpos. Por supuesto, hagámoslo. Condenemos el asesinato. Condenemos la violencia, el encarcelamiento, todas las formas de opresión. Pero ¿si nuestra conmoción y nuestra zozobra solo se producen al ver ciertos cadáveres deshumanizados? ¿Si alzamos la voz, pero no cuando los cuerpos palestinos son asediados y asesinados, secuestrados y encarcelados? Entonces, merece la pena preguntarse qué deshumanización es aceptable para nosotros, incluso de forma inconsciente, y cuál no lo es.
Identifiquemos esa discordancia y hagámonos cargo de ella. Si no podemos ser equitativos, seamos sinceros.
Pedir libertad no tiene nada de complicado. Los palestinos merecen igualdad de derechos, igualdad de acceso a los recursos, igualdad de acceso a unas elecciones justas, etcétera. Si esto te incomoda, entonces debes preguntarte por qué.
He aquí la verdad de los palestinos de la diáspora: su diáspora no tiene un carácter mágico. Su diáspora es el resultado directo de la desposesión, a menudo violenta, deliberada e ilegal. Un día, una casa es tuya, y al otro ya no lo es. Un día, un barrio es tuyo, y al otro ya no lo es. Un día, un territorio es tuyo, y al otro ya no lo es. Este mismo tipo de desposesión se basa en la misma mentalidad y complicidad intencionada que se está produciendo en Gaza.
Soy poeta, escritora y psicóloga. Conozco muy bien la importancia del lenguaje. Le he dado muchas vueltas al uso de un guion en un texto. Me he pasado tardes murmurando sobre la idoneidad de un verbo. Presto atención al lenguaje, al mío y al de los demás. Ser palestino en Estados Unidos —en muchos países— es un ejercicio soporífero que consiste en calibrar dónde están los focos de seguridad, en discernir qué amigos, compañeros de trabajo o conocidos serán aliados, y cuáles guardarán silencio. Quién hablará.
He aquí otra cosa que sé como escritora y psicóloga: importa mucho dónde comienzas un relato. En el trabajo con las adicciones, se le llama “reproducir la cinta”. Ser palestino, de la diáspora o no, es el disruptor por antonomasia: trastoca una película cuidadosamente editada y modificada. Existimos, y nuestra existencia supone una afrenta existencial. Mientras existamos, desafiaremos varias falsedades, de las cuales no es la menor que, para algunos, nunca hemos existido en absoluto. Que, hace unas décadas, nació un país en la deliciosa y rutilante llanura de la nada, lo cual era un derecho de nacimiento, algo que se le debía. Nuestra propia existencia desafía un imponente relato militarizado.
Pero la excepción palestina tiene los días contados. Palestina se está convirtiendo cada vez más en la prueba de fuego de la verdadera práctica libertadora.
Entretanto, a los palestinos se les puede seguir dando un papel paradójico: el del terror y la invisibilidad al mismo tiempo, el de un pueblo que nunca existió y, a la vez, el de un pueblo que no puede volver.
Imagínate ser una peste así, un obstáculo así. O: imagina ser así de poderoso.
The New York Times