“De pronto, un vehículo grande, de lujo, color blanco, moviéndose a paso lento, como si primero husmeara antes de decidirse a llegar, se detiene en el estacionamiento del club nocturno donde él y otros amigos despachaban sus últimos tragos. ¿Y, era de verdad, Julio Jaramillo? El hombre se sonrió guardando silencio. Tomó delicadamente su mano y se la llevó cortésmente hasta sus labios, besándola en caballerosa muestra de su condición de seductor. Allí, en ese instante, me convencí de que realmente era Julio Jaramillo. La rocola, entonces, a todo volumen, sonó frenética ‘Que nadie sepa mi sufrir’”.
No tratándose de mis pesares, debo aclarar a mis lectores que el título del presente texto corresponde a una vieja canción escrita en 1936 por un argentino de nombre Enrique Dizeo, poeta y compositor dedicado al género del tango. Es una de esas letras corta venas, angustiante y sufriente, a la usanza de las tragedias del desamor cantadas en los tangos que, sin embargo, fue arreglada en ritmo de vals peruano por el también argentino Ángel Cabral. Creo, de acuerdo con los entendidos, en que fue la pieza musical de mayor reconocimiento para su autor. ¡Y vaya que tuvo una extensa lista de composiciones!
Enrique Dizeo tuvo una larga vida, murió a los 87 años, después de vivir entre dos siglos y conocer a las glorias más destacadas del género al que dedicó su talento. Murió en Buenos Aires, durante el otoño de 1980, mientras las hojas de cada Jacarandá se desprendían marchitas a causa del ciclo estacional que cambia el clima de la ciudad. Llevó una vida de contumaz soltería y con ella se despidió de este mundo, como quizás podría expresar la letra de cualquiera de sus inspiraciones.
La canción me despertó el interés a partir de un comentario inocente realizado por un viejo amigo sobre Julio Jaramillo, el cantante ecuatoriano que anduvo de gira -y de farra también- por varios rincones de nuestro país, dejando, sino un hijo, al menos varios corazones rotos entre muchas de sus admiradoras.
“Julio Jaramillo tenía el aspecto natural de un seductor sin que debiera guiñar un ojo para comunicar su encanto”
El Ruiseñor de América, como se le conocía al ídolo musical, estrenó la ya casi olvidada melodía en 1973. De inmediato se convirtió en todo un éxito, como casi todas sus interpretaciones, pues no había rocola que no sonara la canción ni despecho que no la exigiera para alimentar la congoja. Cincuenta años atrás las penas de amor se saldaban con licor y música, no sé ahora cómo se resolverán, si es que acaso todavía existen desconsuelos del corazón. El caso es que esta canción, como muchas otras, según la moda de la época, estaba hecha a la medida para aliviar las aflicciones de Cupido.
No te asombres si te digo lo que fuiste. Una ingrata con mi pobre corazón. Porque el fuego de tus lindos ojos negros. Alumbraron el camino de otro amor. Y pensar que te adoraba tiernamente. Que a tu lado como nunca me sentí. Y por estas cosas raras de la vida. Sin el beso de tu boca yo me vi. Amor de mis amores, amor mío. ¿Qué me hiciste? Que no puedo conformarme Sin poderte contemplar…
Que nadie sepa mi sufrir suena reinventada en la voz de Julio Jaramillo en acordes de bolero, dejándose escuchar con ese tono tan particular que los especialistas denominan tenor ligero; mientras que, para el común, sus interpretaciones simplemente estaban realizadas con un acento suave y delicado, similar al movimiento que despliega una bailarina de ballet. Ya pocos recordaban aquella vieja canción cuando el ecuatoriano la puso de nuevo entre los gustos de la gente, no obstante, que la melodía ya había alcanzado un importante éxito a mitad del siglo pasado en la voz de la leyenda francesa Édith Piaf, quien tomó sus acordes y la versionó con otra letra bajo un título diferente, dándola a conocer así internacionalmente como si en realidad se tratara de una novedad armónica. Una osadía musical de alguien que se había convertido en un mito viviente, aportándole al encanto de la composición, el valor agregado del talento de su voz. El título en francés de dicha versión esLa foule (La multitud).
Al parecer el origen de esta curiosidad musical se remonta a una visita de la cantante parisina a la Argentina en 1953, a la ciudad de Buenos Aires, donde realizó varias presentaciones. Eran los tiempos de gloria del peronismo (1946-1955), y una cierta admiración estética por el ámbito cultural y arquitectónico francés, pues, por alguna razón, a la capital del país sureño, alguna vez se le conoció como la Paris de Sudamérica. Así entonces, la renombrada figura de la canción, pudo escucharla en la voz de un cantante de nombre Alberto Castillo. De inmediato se prendó de la pieza musical y, en 1957, por encargo a Michel Rivgauche (1923-2005), letrista y arreglista francés, se estrenó la nueva versión resultando en todo un éxito. Desconozco si se libraron los respectivos derechos de autor y demás asuntos legales concernientes a la difusión de La foule, dada la similitud de sus acordes con la pieza original. En nuestros tiempos, sin las validaciones de rigor, eso habría significado una reclamación legal de grandes proporciones.
Vuelvo a ver la ciudad en fiesta y en el delirio. Asfixiando bajo el sol y bajo la alegría. Y oigo en la música los gritos, las risas. Que estallan y reverberan a mí alrededor. Y perdida entre esta gente que me empuja. Despistada, desamparada, me quedo allí. Cuando de pronto me doy la vuelta, él retrocede. Y la muchedumbre viene y me tira entre sus brazos.
Versión en español de La foule.
Como puede notarse son letras diferentes, pero, como antes señalé, tienen una idéntica cadencia musical.
En 1973, fecha del estreno de la canción por Julio Jaramillo, en Venezuela se vivía un clima de efervescencia política derivada de las elecciones presidenciales que se llevarían a cabo en diciembre. En junio de ese año, el Consejo Supremo Electoral rechazó la inscripción de la candidatura de Marcos Pérez Jiménez, solicitada por el partido Cruzada Cívica Nacionalista. La resolución se fundamentó en la enmienda constitucional que lo inhabilitó políticamente. A cincuenta años de aquella decisión, el país todavía apela a inhabilitaciones políticas como instrumento de contención para garantizar la estabilidad del statu quo.
Así como el llamado boom literario latinoamericano iniciado en la década precedente transformó para siempre la percepción del resto del mundo sobre nuestra literatura; a partir de 1973, entre octubre y diciembre de dicho año, las relaciones de los países exportadores de petróleo, entre ellos, naturalmente Venezuela, y las economías desarrolladas, en términos de la dinámica de precios y producción de crudo, ya no serían nunca más las mismas. En ese lapso de unos pocos meses, las cotizaciones internacionales del petróleo se cuadruplicaron, ubicándose en casi 12 dólares el barril. De modo que, en diciembre, el aspirante presidencial victorioso, ya sabía que su periodo gubernamental contaría, al menos, durante su primer año, con abundantes ingresos fiscales para sus planes.
“En octubre de 1973, la OPEP dispuso suspender sus envíos de petróleo a Estados Unidos, en represalia por el apoyo de Washington a Israel durante la Guerra de Yom Kipur. Al mismo tiempo, decidió recortar su producción y fijar precios de exportación más altos, que pasaron de 2,90 dólares a mediados de 1973 a 5,12 dólares en octubre, y a 11,65 dólares en diciembre. La multiplicación por cuatro de los precios provocada por el embargo del petróleo árabe y la asunción por los exportadores del control completo para fijar esos precios, produjeron grandes cambios en todos los rincones de la economía mundial”.
Tomado de El Economista. Versión digital por Pablo Maas (8 de julio de 2021)
Entre 1973 y 1977, varias veces el ídolo ecuatoriano anduvo de gira por nuestro país, en la región donde vivo era frecuente verlo presentarse y concitar alrededor suyo una multitud de seguidores. En ocasiones, huyéndole en cierto modo a las impertinencias de muchos de sus admiradores, daba sus paseos acompañado de sus más íntimos bajo la mayor reserva posible; sin embargo, aquello resultaba inútil, le era inevitable disimular aquel semblante cobrizo de risa fácil sembrado en la memoria colectiva con tanto afecto.
De la mano de un empresario artístico con nombre de personaje novelesco vino a tierras zulianas incontables cantidad de veces. Pedro Camacho se llamaba, como aquel de La tía Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa, quien acompañándolo en los trajines de sus presentaciones siempre resultaba admirado por el hondo calado del cantante en el sentimiento popular. En ocasiones, tratando de evadir el asedio de las personas, intentaba ocultar su figura con algún ingenio inocente que al final resultaba inútil.
Julio Jaramillo era un hombre de mediana estatura, de cabello negro como una noche sin luna, siempre domesticado por el Brylcreem para que ni un solo pelo estuviera fuera de lugar. Se esmeraba en su cuidado personal siendo consciente del imán que atraían a las multitudes. Tenía un andar aplacado, como si midiera cada movimiento antes de proceder a ejecutarlo. Sus devociones, plenas de los excesos que en el medio abundaban, contrastaban con esa manera aliviada de conducirse. Tenía el aspecto natural de un seductor sin que debiera guiñar un ojo para comunicar su encanto. Era como un gato salvaje ponderando su presa cuando se quedaba callado, siempre vestido con una impecable guayabera blanca que rara vez dejaba de usar. Tuvo, según cuentan, 27 hijos y una infinita cantidad de mujeres.
Julio Jaramillo murió en 1978, con apenas 42 años de edad, debido a una complicación vesicular que lo condujo a dos intervenciones seguidas para que, finalmente, un paro cardiaco lo despachara de este mundo en Guayaquil, su tierra natal. Fue un jueves, quizás como aquel que escribiera para sí César Vallejo en Piedra negra sobre piedra blanca.
“Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París -y no me corro- tal vez un jueves, como es hoy de otoño…”.
La muerte del celebrado cantante se convirtió en la noticia impacto para toda la región. No hubo quién no lamentara su fallecimiento ni estación radial que no dedicara un programa especial con ocasión de su repentino deceso. Aquel día, en evidente muestra de su cercanía popular, en extraño giro de las cabriolas del azar, como igualmente ocurre ahora mientras escribo este texto, Juvencio Pulgar, diputado y Secretario General del MAS en el estado Zulia, en la reunión ordinaria de su Comité Regional, al enterarse de la noticia, solicitó con la más absoluta solemnidad, un minuto de silencio en sentido homenaje al cantor popular. Debo decir ahora, escribiendo estas líneas que debo suspender por un rato, que Juvencio Pulgar también acaba de fallecer.
Una madrugada, navegando en las nebulosas sendas de los recuerdos, cuenta uno de los testigos de aquellos días que el olvido irá sepultando, cercano el amanecer, en la recta final de unos tragos extendidos más allá de lo debido. De pronto, cuando ya no se esperaba a ningún otro cliente debido a las horas despeñándose atribuladas por la pendiente del nuevo día, un vehículo grande, de lujo, color blanco, moviéndose a paso lento, como si primero husmeara antes de decidirse a llegar, se detiene en el estacionamiento del club nocturno donde él y otros amigos despachaban sus últimos tragos.
“Aquel lugar era un establecimiento amplio, casi al aire libre, con muchas plantas y luces de colores en los techos de los corredores, siempre con un viento fresco que a esas horas era una bendición, mientras la música sonaba fuerte por todas partes, pero, sin embargo, dejaba fluir la conversación sin ese calibre atronador de estos días.
En una de las esquinas, pese al aire libre que circulaba, un ventilador inmenso no dejaba nunca de soplarnos generoso. Detrás de él, una mujer grande, con su mirada puesta en los clientes, no perdía detalles del cosmos etílico del salón. El caso es que, una vez aparcado el vehículo, un sujeto desciende de este con toda calma, se acerca caminando firme, pero pausado, erguido como una vara, de cabello oscuro y brillante, acompañado de quien salta presto del lado del chofer,
A medida que se acercaban al recinto, su figura se fue haciendo más nítida ante la iluminación de aquel club nocturno. El hombre vestía una guayabera blanca, manga larga, haciéndolo ver más elegante y sobrio en aquel lugar. En seguida, me doy cuenta del porte del individuo, de sus ademanes en el caminar, y al observar su cara de adolecente alegre, ciertamente, me pareció conocida, y por eso comienzo a buscarle las semejanzas con el ídolo ecuatoriano. Ni la ropa ni su andar eran propios del resto de los presentes.
A todas estas, el resto de quienes estaban en el salón, no se dieron cuenta de su presencia. Cada quien estaba en lo suyo y, como es de suponer, con mucho licor encima. Pero siempre hay un ojo que mira y un oído que escucha. La mujer detrás del ventilador cuando vio entrar al corredor principal aquella silueta en su impecable guayabera blanca, su cuerpo se irguió en reacción automática, como si viera un espanto, obedeciendo de inmediato a un impulso no consciente, como esas reacciones que se expresan súbitamente sin control alguno. Después, cuando reconoce la certeza de su presunción, en dominio pleno de sus gestos de perplejidad, se levanta del asiento rápidamente, y entonces toda su humanidad se despliega franca, como una pantera saliendo del tedio al estirar sus extremidades en exótica estampa. De sus labios, en nítida locución, salieron las dos palabras que hicieron girar los rostros de varios clientes.
“¡Julio Jaramillo!”, -exclamó jubilosa, poniéndose, en acto seguido, la mano en su boca. –¿Y, era de verdad, Julio Jaramillo? -le preguntó. -¡Claro que lo era!
Al pronunciar aquel nombre, los individuos que estábamos en sus cercanías nos sorprendimos, uno de ellos, el más joven y animado, se levantó de la silla, pidiéndole que lo acompañara para dar la bienvenida al famoso cantante. Lo cierto es que cuando la pareja de improvisados anfitriones va en dirección al sujeto, la persona que venía junto a él los detuvo a muy poca distancia, así como hacen los escoltas con sus protegidos, cerrándoles el paso casi al frente de quien se creía era el Ruiseñor de América. Entonces la mujer, burlándolo, dobló su mano en abierta coquetería y se la extendió embelesada para darle la bienvenida.
“¡Bienvenido, Julio Jaramillo, al Campestre!”, -le dijo eufórica.
El hombre se sonrió guardando silencio. Tomó delicadamente su mano y se la llevó cortésmente hasta sus labios, besándola en caballerosa muestra de su condición de seductor. Allí, en ese instante, me convencí de que realmente era Julio Jaramillo. La rocola, entonces, a todo volumen, sonó frenética Que nadie sepa mi sufrir”.