Waleska Perdomo Cáceres
“En un lugar de la mancha del cual no quiero acordarme…. Inconfundible inicio de la gran épica por excelencia de nuestra lengua: El Quijote. Una historia de caballería atrapante, que tiene muchos matices, el primero es la presencia del frenesí. De la locura que roza lo imaginario con la realidad, con la angustia de verse envuelto en situaciones y momentos que solo existen en la mente de alguien. Un efecto casi convulsivo, que es la trasposición de la realidad. Un delirio permanente dónde entran en juego los límites de la realidad y de la ficción.
Es el ingenioso Hidalgo, Don Quijote, quien recrea diferentes aventuras en su agónica locura desarrollada por leer muchas aventuras de caballería; para él los molinos de viento son gigantes, los rebaños de ovejas son ejércitos y las posadas castillos. Esta disrupción entre la realidad y el espejismo, llevan a Don Quijote y a Sancho Panza a vivir una forma de idealismo, en un mundo irreal, que es perfecto, lleno de justicia, de amor y libertad.
Los mundos creados en su mente, nunca fueron las escenas que ocurrieron en la realidad física. Podemos conocer a muchos Quijotes y otro tanto de Sancho Panza, aquellos que siguen al delirio, a pesar de que con algún atisbo de duda, los haga pensar en la veracidad de las escenas dónde existe la confusión de la realidad conocida, en contraposición con el mundo imaginario.
La intención de crear épicas (y de creerlas) pueden obedecer a alguna razón en especial. No todos son tan ingenuos como Don Quijote, algunos llevan consigo agendas ocultas dónde prevén la necesidad de usar una alta carga de ficción, manipulación y de engaños. Actualmente por el avance de la tecnología, es muy sencillo contar historias, de metarrelatos hipertextuales que gocen de la veracidad, aceptación y dogma de fe de muchos.
Hay razones de sobra para que los voluptuosos poderes, en general, creen sus propias versiones de la vida. Que desarrollen sus propios colores, sus matrices de opiniones y recreen senderos que les permita aumentar sus niveles de aceptación, aprobar una ley impopular o simplemente convertir una forma de pensamiento como válida. Son muchas las razones que hay para convencer al gran público y por las que se puede tener la necesidad de resaltar a los molinos como gigantes o de poner a las personas a disfrutar de los 5 minutos de odio que van directo a derribar al gran enemigo desconocido.
Las distopías están llenas de estas líneas, las que invocan relatos que devienen de la urgencia de crear una realidad aparente, construída dónde tenga sentido luchar contra esos peligros gigantes, que no son “molinos de viento”…por supuesto. Pues aunque el adversario sea imaginario, vale la pena crear una ficción para volver a unir a un pueblo o lavar la cara de un forajido. Una guerra con un país ficticio, bien puede encender la llama de un nacionalismo olvidado.
Orwell resaltó la manipulación del lenguaje y la creación de grandes épicas para el control social. Jugó con las palabras y el sentido del control en la emergencia de la neolengua: la guerra es la paz, la represión es para cuidarte, la ignorancia es la fuerza. Una resemantización social, que está diseñada para crear nuevos significados, nublar la mente, haciendo difícil o imposible el pensamiento crítico. Desde la deconstrucción del lenguaje, se va expandiendo creando un paraíso dónde los humanos son iguales y libres, todas las revoluciones ofrecen la redención de los más débiles, los excluidos, una quimera posible.
En realidad algunas batallas son unas quijotadas, una quimera que algunos puedan creer a través de la manipulación de los medios y del lenguaje. Un recurso para mejorar la imagen, un recurso utilizado para que las personas no vean que el Rey está desnudo.