Eleazar López C
Mientras lo hace, le pide a Panchito Mandefuá que le haga un mandado: que vaya adonde San Pedro con una lista de ingredientes que necesita para hacer unas cuantas. —Dile Pancho, a Pedro, que yo quiero por luceros, aceitunas y estrellas por alcaparras; y que la luna me la rebane en rodajas como si fuera una gran cebolla. Que en lugar de pimentones, me mande un kilo de las sonrojadas mejillas de San Nicolás y que, a los aliños, le agregue un frasquito de polvo de estrellas Knorr. Además de la carne, que me mande una gallina de las del corral de Noé y, para sazonar bien el guiso, dos o tres botijas de vino de Canaá; y si no las tiene, que haga un milagro. Las hojas de plátanos, que sean alas de ángeles y, para amarrarlas, me traes pestañas de María. Como en el cielo no hay maíz, Aquiles se dispone a amasar una nube, mientras prepara el guiso en una vieja paila de las que un ex arcángel dejara abandonada cuando Dios todavía no tenía chiva. Aliñada la nube y amasada con sal llevada al cielo por un cóndor de los que Bolívar divisó en el Chimborazo, la extiende en cuadros pintados por Bárbaro Rivas. Los de Cruz-Diez los aparta (para copiar su diseño en el entrelazado de los amarres), y les añade el guiso, el cual él mismo cataloga como “más sabroso que el carrizo”. Entonces envuelve los bojotes y los mete en una inmensa olla de agua que hierve con leños del Árbol del Bien y el Mal. Cuando todo está listo, saca con cuidado algunos de los verdes cuadrados de la olla, y anuncia eufórico: ¡Hallacas habemus! Al escuchar esto, Arquímedes se incorpora en su bañera y se asoma con Carmelo —el del pasodoble, hermano de Silverio Pérez—, a ver el “nuevo” plato, mientras Aquiles invoca a San Pascual Bailón, el santo-cocinero, para que les dé su visto bueno. Las hallacas se sirven en esta cena celestial, acompañadas de pan de jamón y pavo horneado a la manera de Caracas, que Armando Scannone le envió especialmente por el recién creado Servicio de Transporte Bolivariano de Pavos y Gallinas. Después de la consabida bendición, un Santo se levanta y, alzando por copa el raído pumpá de Armando Reverón, exclama ante las lustrosas hallacas: —¡De sólo mirarlas por encima, hasta un muerto se anima! Lázaro, que se siente aludido, frunce el ceño; pero el Santo continúa: —Dijérase al mirarlas tan brillantes que para realzarles la vitola, las hubieran limpiado con Shinola. Aquí, Aquiles rememora: —¡Oh, Pascuas antañonas, oh, Nochebuenas de antes que mi vida poblasteis de recuerdos fragantes: de caseros recuerdos olorosos a hallacas de aquéllas que más nunca se han comido en Caracas! Despachada la cena en la que se sirvió, de postre, un sabroso Dulce de Lechosa, especialmente preparado por Ramona, Aquiles se dispone a disfrutar de un maravilloso retablo de querubines, que aparecen cantando villancicos en televisión; pero nota —con horror— que la interpretación es interrumpida por un programa en el que Maduro habla diciendo cosas tan feas, y para colmo tantas embustes, que hacen sonrojar hasta la misma Magdalena. Al escuchar todas esas obscenidades, juntas, Aquiles pone la queja: —
¿Qué guarandinga es esa, Señor?
¡Téngase la bondad! ¿Por qué siendo Navidad, Usted permite tal horror? A este reclamo responde el propio Papá-Dios, en tono declamatorio: —Tantas loqueras dan pena… y piedad igual clamamos, porque aquí también nos calamos, a cada rato, una cadena!