Por Rafael Simón Jiménez
Calificada por Domingo Alberto Rangel como la “Batalla casi perfecta” de Santa Inés, fue una de las contiendas bélicas mejor planificadas y ejecutadas de nuestra historia republicana, hasta el punto de que su concepción y diseño, en cuanto a la combinación de la sorpresa, la utilización de las trincheras y la ofensiva posterior al desgaste del adversario fue utilizada hasta mucho tiempo después, incluso en la guerra europea de 1914-1918. Su inspirador fundamental, el general Ezequiel Zamora, auténtico caudillo de la denominada Guerra Federal o “Guerra larga”, no era un improvisado en materia militar, pues luego de haberse desempeñado como humilde ciudadano, comerciante e incluso tenedor de esclavos en Villa de Cura, fue como muchos de su tiempo influenciado por las ideas de redención y protesta social, que desde el Partido Liberal y su órgano de prensa El Venezolano, se difundían para ganar amplia adhesión en una Venezuela donde la Guerra de Independencia había dejado vigentes la desigualdad, la esclavitud, la exclusión, el sistema electoral censitario y la explotación de los sectores privilegiados sobre las mayorías empobrecidas.
Ezequiel Zamora se contagió de aquella prédica que los ideólogos liberales encabezados por Antonio Leocadio Guzmán, Tomás Lander, Felipe Larrazábal y Napoleón Sebastián Arteaga, voceaban y que pronto derivó hacia el plano insurreccional, cuando el gobierno conservador de José Antonio Páez y Carlos Soublette se decide a reprimir a sangre y fuego a aquella tea social que amenazaba los intereses de las clases dominantes y la estabilidad del país. La llamada “insurrección campesina” de 1846, antecedente directo de la contienda federal, será el bautizo de fuego para Zamora, que derrotado y preso junto al “indio Rangel”, se salva milagrosamente del cadalso, cuando Páez decide insólitamente hacer elegir como presidente a José Tadeo Monagas, y este casi de inmediato inicia una cabriola política que lo lleva no solo a romper con su antecesor, sino a derrotarlo y defenestrarlo del país, cambiando de bando y colocándose al lado de los liberales.
En los diez años de gobierno nepótico de los hermanos Monagas, Ezequiel Zamora desempeñará diversos cargos civiles y militares, pero además tomará clases en la Academia Militar que dirige Olegario Meneses, quien figura en el Estado Mayor del ejército conservador en Santa Inés, dándole consistencia y profesionalismo a su ya probada vocación por la carrera de las armas. Cuando liberales y conservadores se consorcian para liquidar al insoportable gobierno monaguista, Zamora está en desacuerdo y al poco tiempo figura en la lista de expulsados del territorio nacional dictada por la nueva administración de Julián Castro. En su breve exilio en Curazao, antes de volver de nuevo a Venezuela, Ezequiel Zamora comienza a pensar en una estrategia y una batalla que liquide a los conservadores y en repetidas oportunidades le dice a su esposa Estefanía Falcón, apuntando a su frente: “Tengo una campaña aquí para liquidar a los godos”.
Con esa obsesión de ocasionar una derrota definitiva al ejército conservador, Ezequiel Zamora desembarca en las costas falconianas, y como quien tiene un plan preconcebido avanza hacia occidente, mientras el gobierno se apresta a preparar una expedición donde figuren sus mejores y más experimentados jefes militares con el fin de liquidar aquella nueva hidra levantística que amenaza el poder de los sectores dominantes. Zamora toma a Barinas y hacia allá irá a combatirlo una fuerza gubernamental que incluye en su alto mando lo más granado y distinguido de su oficialidad: Meneses, de las Casas, Ramos, Rubín y Jelambi, quienes sin saberlo caerán en la estrategia fijada por el caudillo federal, quien desocupa a Barinas y va a posesionarse de sus tropas en un teatro de operaciones que diseña especialmente como una gran trampa para sus adversarios: dos leguas de trincheras frontales y laterales camufladas para coger a los conservadores en un fuego invisible que los desgastara hasta extenuarlos, y entonces pasar a la ofensiva para liquidar los residuos de su fatigado contingente.
Zamora, revisa una y otra vez sus planes y supervisa personalmente todo el complejo sistema de trincheras y parapetos, intercomunicados, encargados de coger desde todos los ángulos al adversario. La mañana del inicio del combate, el jefe federal va a la iglesia del pueblo y allí ofrece a dios como promesa mandar a reconstruir el templo si el resultado del combate le es favorable, luego se apersona en el campo de batalla para ver cómo marcha su táctica de atracción del enemigo hacia sus posiciones, y al ver que este desprevenido y confiado en su fuerza superior avanza hacia el sistema defensivo planificado, lo celebra con una frase: “Los godos mordieron el peine, están liquidados”. Sin comprender el planteamiento estratégico diseñado por Zamora, la caballería y la infantería conservadora embisten una y otra vez contra el sistema de parapetos construidos, solo para encontrarse con nuevas trincheras e improvisadas fortificaciones desde donde sale fuego en todas las direcciones causando cuantiosas bajas y desgastando material y moralmente a los jefes del ejército godo. Entre el 9 y 11 de diciembre de 1859, en los bosques adyacentes a Santa Inés, las tropas de Zamora derrotan a lo más distinguido de la oficialidad gubernamental. El jefe federal en persona auxilia a su antiguo maestro de matemáticas, Olegario Meneses, a quien ordena atender en sus heridas diciéndole: “Esto sí no estaba en sus lecciones de la academia”. Solo un mes después Zamora cae muerto de un disparo en el cerco de San Carlos de Cojedes, frustrando de esta manera sus planes políticos de ganar el poder para hacer realidad el ideario reivindicador del liberalismo. La batalla de Santa Inés, siendo una de las mejor diseñadas y ejecutadas de nuestra historia, caerá en terreno baldío con la muerte de su más grande jefe y estratega militar.