Manuel Salvador Ramos
El avance arrollador de Trump en las elecciones primarias y el espaldarazo que le ha dado la Corte Suprema, hacen presumir no solo la obtención de la candidatura republicana sino su casi segura elección como 47° Presidente de Estados Unidos. Cuando fue electo por primera vez, sus características lo convirtieron en expresión de un fenómeno mundial, pero hoy, en medio de una crisis global y presentando USA evidentes rasgos de debilitamiento como potencia debemos enfocar tal coyuntura evitando interpretaciones ligeras.
REVISEMOS LA HISTORIA
La primera elección de Trump permitió ver muestras claras de un cambio en la globalización neoliberal que surgió a comienzos de 1990, la cual, en medios de cambios drásticos, trajo la crisis económica mundial de 2007-2014 que ella misma causó. Las consecuencias políticas de la crisis de 1929 a 1932 tardaron varios años en hacerse evidentes y cuando se manifestaron crudamente, pusieron fin al viejo orden mundial imperial que existía en aquel momento. Esto último lo apuntamos para destacar que la experiencia histórica nos enseña como es probable que estemos viviendo ahora, después de dos décadas, una crisis de tales dimensiones que podría derrumbar el esquema globalizador y dar paso a la creación de una globalización con basamentos distintos. Ciertamente, no se acabarán los intercambios más allá de las fronteras y no mermará el comercio internacional, pero es probable que el Estado-nación, el Estado regulador, vuelva a fortalecerse con tintes más autoritarios en lo concerniente a la economía y a la vida social. Ahora bien, ello no aparecerá en un marco de concordia y avenimientos, sino en medio de cambios estructurales. Veremos (muy pronto) como Ucrania se verá forzada a una capitulación atenuada, pero los intentos de Rusia de avanzar sobre sus antiguos dominios continuaran a pesar del enfrentamiento europeo. El temor y la rabia serán los catalizadores del cambio de orden y en ese contexto la figura de Trump desatará reacciones muy fuertes por parte de sus oponentes en Estados Unidos y en el resto del mundo. Dichas reacciones son entendibles frente a la virulencia de su discurso hacia las mujeres, los migrantes, los musulmanes, o hacia otros países, como México, por ejemplo). Más allá de los escándalos cotidianos provocados por sus tuits, Trump dibuja un aspecto del cambio histórico que podría traducirse en los próximos años, como dijimos antes, en un nuevo orden global diferente a la globalización liberal que conocimos en las últimas siete décadas. Desde la caída del Muro de Berlín vivimos en un tipo de sistema que no ha mostrado eficacia integral en sus alternativas de gestión y solo ha alcanzado unir el capitalismo y la democracia liberal en un contradictorio matrimonio que parecía indisoluble, pero ya luego casi de cuarenta años empieza a dar señales de estar llegando a su fin. Estamos iniciando un nuevo ciclo del cual no sabemos si la expansión del capital va a producir más riqueza o si va a aumentar la desigualdad y generar un retroceso de la democracia. Aunque tengamos mejores condiciones materiales de vida que en otros siglos debido al desarrollo tecnológico, el cual, por cierto, ha tenido un fuerte impacto en la aceleración de las desigualdades entre ricos y pobres y ha generado las migraciones laborales que son percibidas como una amenaza a la forma de vida de los países receptores.
LOS RIESGOS
Pero puntualicemos algo: las promesas de Donald Trump son irrealistas, cuando no irracionales: ¿se pueden volver a producir automóviles en Detroit?; ¿se puede prohibir o bloquear la inmigración en masa sin afectar sectores estratégicos como tecnología y servicios financieros?; ¿es posible explotar recursos potenciales que a la larga disminuyan los costos energéticos que están golpeando despiadadamente el bolsillo del ciudadano americano?. Cuando el temor se apodera de las sociedades y ya no se puede confiar en la seguridad de las instituciones establecidas, se genera un espacio para el surgimiento de líderes falsarios y erráticos como Trump, cuyas decisiones se dirigen a alimentar un populismo autoritario y excluyente que fragmenta la sociedad. La elección de Trump potenciará la rabia de los que perdieron, y además de esos perdedores están aquellos que no se volvieron pobres, pero reaccionan histéricamente ante la erosión de su estilo de vida consumista y la imposibilidad de cambiar sus teléfonos celulares todos los años. Para todos estos es más fácil apropiarse del discurso de Trump, un discurso de “salvación” que promete algo que es imposible de recuperar.
LA EXTREMA POPULISTA
Pero en su populismo autoritario el presidente de Estados Unidos no está solo. La extrema derecha, también conocida como derecha populista o populismo excluyente, ha crecido estrepitosamente en los últimos años en Europa, con Hungría, Polonia e Italia a la cabeza. Incluso en Portugal, donde los votos a la extrema derecha antes eran prácticamente inexistentes, en las últimas elecciones se ha multiplicado por 5, pasando de 1,4% a 7,4%. Sólo países como Irlanda, Islandia y Luxemburgo tienen un porcentaje de votos a la extrema derecha casi inexistente. El universo de la extrema derecha es cada vez más grande, y es que estos partidos tienen hoy más apoyo en Europa que en cuatro décadas. Sumémosles al ultraderechista Norbert Hofer, quien casi gana las pasadas elecciones en Austria, y a Nigel Farage, líder del Partido de la Independencia del Reino Unido, quien cumplió su cometido con el triunfo del Brexit.
Existen numerosos factores que han propiciado un alud de respaldos hacia partidos populistas de la extrema derecha, entre ellos, las crisis económicas, migratorias y culturales en Europa, así como un deterioro de la clase media europea y un creciente miedo al terrorismo y a los nuevos movimientos sociales como el feminismo. El auge de la extrema derecha, por una parte, se puede conectar a la creciente brecha social, cultural, ideológica y territorial que se está abriendo en Europa, pero el factor clave lo ubicamos en el paulatino descontento de la clase media en los distintos países europeos, y tal como apuntábamos en párrafos anteriores con relación a otro ángulo del análisis, el sentimiento de abandono e insatisfacción profunda que se ha sembrado en el alma de las sociedades del viejo continente, tiene su explicación en las decisiones económicas que Occidente lleva tomando desde hace décadas a través del protagonismo de la globalización y la deslocalización del trabajo. Se ha tejido un telón de sentimientos donde se palpa nostalgia por el pasado europeo, del tiempo en el que se vivía mejor, con menor presencia de extranjeros, una mayor estabilidad económica y un palpable control nacional. La tesis de los perdedores de la globalización sostiene que las transformaciones económicas, culturales, sociales y políticas producidas por el contexto del proceso, ha introducido un nuevo eje de conflicto que distingue a los ganadores y perdedores de la globalización. Este escenario antagónico ha desencadenado un claro rechazo por parte de estos “perdedores” al establishment financiero, económico y cultural que ha conformado el modelo en el que vivimos actualmente, donde el sentido central de las vivencias está inmerso en el magma genérico. Cabe apuntar, para hacer más precisa nuestra visión, que las clases medias, esa noción civilizatoria que ha demarcado lo sustantivo del progreso humano, son en este momento histórico, el reservorio de esas nuevas trincheras ideológicas. La clase media trabajadora, la “gente común”, ha visto como la dinámica global ha favorecido a élites, entronizando valores y paradigmas exclusivistas. Por otra parte, el sector de la población menos privilegiado en términos sociodemográficos, son quienes en este momento muestran mayor tendencia a generar motivaciones identitarias para movilizarse en torno a grupos homogéneos formado por la “gente común”, agraviada por la sociedad global y en oposición a la élites las beneficiadas por las transformaciones socioeconómicas.
YA NO ES LO MISMO
Así, pues, nos encontramos en un momento caracterizado por la tensión entre continuidad y ruptura: la globalización no va a volver a ser lo que era antes, pero es imposible pensar que vamos a volver a un mundo sin interconexiones y sin intercambios. El cambio producido en las actividades humanas por el desarrollo tecnológico no se puede cancelar. Lo único seguro sobre la era de postglobalización que parece estar empezando, es que esta no va a ser una repetición de tiempos anteriores sino una mezcla de cambios y de continuidad respecto a la era actual. El momento actual es una redefinición de acuerdos sobre el orden mundial, un quiebre de lógica, una falta de alternativa que provoca histeria, no sólo por la ansiedad de no saber qué va a pasar mañana, sino por no poder predecir lo que tenemos adelante.
Vivimos tiempos de incertidumbre. Las Ciencias Sociales fallaron al tratar de entender y explicar el mundo actual con abstracciones inasibles y hoy nos impiden ver las transformaciones que estamos viviendo. Primero, un sesgo planetario y omniabarcante; después, el perfilamiento del Estado-centrismo que nos hizo pensar la globalización en términos de países hegemónicos, algo así como un conjunto de países ricos gananciosos, y la doliente verdad se manifiesta en los graves problemas que confrontan sus sociedades. La situación de crisis en Estados Unidos y algunas partes de Europa es grave, ya que a pesar de las décadas de esfuerzo buscando el mejoramiento del bienestar general, hoy es evidente como apuntamos hacia un sentimiento cada vez más compartido en cuanto a que las élites (el 1% de la población mundial) se están beneficiando de la globalización, pero que la mayoría está perdiendo, incluso en países donde inicialmente se desarrolló intensamente el proceso.
Otra falla de las Ciencias Sociales ha sido pensar en el diseño del orden mundial, pero no en sus falencias o en la desigualdad que necesariamente produce el cambio. Tendríamos que volver a repensar las contradicciones que trae consigo el capitalismo. Este tipo de pensamiento se ha marginado y no ha tenido el desarrollo que permita pensar el período actual y a la hora de explicar el cambio histórico, las teorías del equilibrio (tanto económico como geopolítico) se quedan cortas. Una visión más dinámica de la historia, en general, y de la globalización, en particular, nos permitiría enfocar el análisis en el cambio y sus tensiones y no en equilibrios artificiosos.
“El futuro ya no es lo que solía ser” (Arthur C. Clarke). Ingenuamente llegamos a pensar que la globalización sería el parto de una sociedad civil cosmopolita y democrática, pero estamos transitando hacia el imperio de la xenofobia, del autoritarismo e incluso del totalitarismo. Por ello, hoy más que nunca, se necesita en el mundo fortalecer el pensamiento y la acción política de carácter progresista.