Alfredo Toro Hardy
En nuestro artículo pasado planteábamos la importancia de tener claridad sobre la identidad que mejor nos define como región. Como primera aproximación explorábamos la noción de Indoamérica, popular entre las izquierdas latinoamericanas. La conclusión al respecto es que más allá de la nostalgia por un pasado extinguido y de la carga de resentimiento histórica derivada de la destrucción de sociedades pre-colombinas complejas y ricas, no existían asideros culturales suficientes para sustentar en ese mundo desaparecido una identidad viva y actuante. Es decir, para hacer de la herencia indígena la esencia de quienes somos como región.
Descartada esa opción, lo lógico es adentrarnos en la noción aparentemente más obvia. Es decir, la de América Latina. A fin de cuentas, nos reconocemos a nosotros mismos como latinoamericanos. Ello nos lleva, sin embargo, a buscar nuestras raíces en la antigua Roma. En palabras de Arturo Uslar Pietri: “La familia, la casa, la urbanización, la relación social, la situación de la mujer y del hijo nos vinieron por la Iglesia y por las Leyes de Indias, a través de las Siete Partidas, de la herencia romana del derecho. El concepto de la ley, del estado, el del delito y de la pena, el de la propiedad, nos vienen en derecha línea de la gran codificación de Justiniano. No tenemos otra base legal ni otra concepción del hombre y de su dignidad”. (Uslar Pietri, 1979, p. 278).
De esa herencia romana derivamos algunas de las claves esenciales de nuestra identidad occidental. De allí la referencia a la latinidad. Valga agregar, sin embargo, que cuando el concepto comenzaba a popularizarse en la segunda mitad del siglo XIX, algunas voces ridiculizaron el que buscásemos retrotraernos a la antigua Roma para encontrar en ella la esencia de quienes éramos. Tal fue el caso del reconocido intelectual chileno José Victorino Lastarria quien se refería al “absurdo de querer hacernos latinos”.
Como concepto asociado a nuestra región, la latinidad fue acuñado con intenciones no sólo políticas sino claramente imperialistas. La noción de América Latina surge en Francia en el momento en que Napoleón III se lanzaba a la conquista de México. Tras esa denominación aparecía delineado todo un programa político destinado a proyectar el papel y las aspiraciones de Francia sobre la América Hispana. Era, por así decirlo, el guión que unía a nuestra parte del mundo con Francia. En la común herencia latina, en efecto, se encontraba el único denominador común al que Francia podía apelar como elemento legitimador de su presencia en la América de habla española.
Como factor de identidad la latinidad presenta, sin embargo, importantes limitaciones. En primer lugar, su propia amplitud tiende a convertirla en un concepto difuso. ¿Es Quebec parte de América Latina? Obviamente debería serlo, pues fue una zona de colonización francesa donde pervive una fuerte herencia cultural proveniente de ese país. Sin embargo, a nadie en esa provincia canadiense se le ocurriría que su espacio natural de identidad se encuentra entre los países al sur del Río Grande. Más aún, la propia Francia en virtud de sus territorios de ultramar en el continente americano (Guadalupe, Martinica, Guayana Francesa) podría de alguna manera ser considerado también como país latinoamericano. Así las cosas, el concepto de América Latina abarca, pero no aprieta.
En segundo lugar, si el concepto de América Latina conecta a la región con el mundo occidental, se trata de una conexión indirecta. Mucho más directas serían las nociones de Hispanoamérica o de Iberoamérica. De hecho, si la idea de América Latina cuajó en nuestra región, a pesar de su claro origen imperialista, fue porque los positivistas, que en las décadas finales del siglo XIX y comienzos del XX llevaban las riendas políticas en esta parte del mundo, querían sacudirse de la herencia española. El encontrar un espacio en el mundo occidental que obviase nuestra vinculación histórica con España, era la salida deseada. La latinidad como concepto se les presentó así como anillo al dedo para sus aspiraciones.
En tercer lugar, si la noción de Indoamérica resulta reduccionista pues obvia nuestra conexión con el mundo occidental -parte muy importante de nuestra identidad- aquí ocurre todo lo contrario. Es decir, se enfatiza nuestra raíz occidental a expensas de nuestro ancestro indígena y africano. Más aún, a expensas del componente musulmán que conlleva nuestra herencia íbera, luego de varios siglos de ocupación y presencia islámica en la Península Ibérica. E incluso, en menor medida, del componente judío. Ser latinos, como señalábamos, implica reconocernos como herederos de las claves de identidad derivadas de la antigua Roma. Sin embargo, somos eso y bastante más.
Más allá de que nos hayamos acostumbrado a llamarnos a nosotros mismos latinoamericanos lo cierto es que, como noción apta para identificarnos, ésta resulta claramente imperfecta. En efecto, se trata de un concepto difuso y confuso; resulta un canal indirecto para identificarnos con el mundo occidental; y, finalmente, resulta una noción reduccionista que obvia parcelas muy significativas de nuestra identidad compleja y plural.