Manuel Felipe Sierra
La noche del martes 11 de septiembre de 2001, George W. Bush se dirigió a sus compatriotas y al mundo. Doce horas antes Estados Unidos había conocido seguramente la tragedia más grande de su historia. Frente a las cámaras, el mandatario no podía reflejar más que desconcierto y pesar. Lo ocurrido esa mañana sólo cabía en la imaginación delirante de un productor de Hollywood. Los actos terroristas que destruyeron las Torres Gemelas en Nueva York y atacaron el Pentágono en Washington herían como nunca el orgullo de la primera potencia del mundo, mientras Bush, el heredero, en la Casa Blanca caminaba inseguro en la oscuridad de un laberinto.
1991
Cuán distintas las circunstancias en las cuales su padre, George Bush se dirigió a sus compatriotas y al mundo la noche del 16 de enero de 1991, para anunciar el inicio de un “nuevo orden mundial” que otorgaba a su país la hegemonía militar del planeta: comenzaba la “Operación Tormenta del Desierto” para desalojar las tropas de Irak del territorio de Kuwait. Si bien la década auguraba cambios significativos como la caída del Muro de Berlín que pondría término a la Guerra Fría y con ello al temor de una conflagración apocalíptica, se abría paso también a la agudización de los conflictos raciales y religiosos, en los cuales las prácticas terroristas habrían de sustituir a los métodos convencionales de la guerra.
Estados Unidos asumía de esta manera la mayor responsabilidad en administrar y enfrentar un fenómeno que se reproducía con fuerza, incluso en los países desarrollados. No era fácil para los gobiernos norteamericanos abordar una situación inédita e impredecible en el razonamiento dogmático de sus estrategas militares. Por eso los graves atentados del 11 de septiembre, por encima de sus repercusiones en el ámbito internacional, habrían de tener un enorme efecto en el comportamiento psicológico de una sociedad de suyo compleja.
LAS GUERRAS
Cuando Bush padre consagraba la supremacía norteamericana diez años atrás, en Wall Street y el Pentágono (los dos emblemas del poderío estadounidense); se reafirmaba el orgullo de una nación predestinada a ser potencia dominante de modo incuestionable. El mecanismo moral que se activó cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, y que decidió el desenlace final de la II Guerra Mundial con la presencia de las fuerzas norteamericanas en el conflicto, volvía a cobrar un sentido épico. El trauma de la derrota en Vietnam en los años 70-cuyas secuelas humanas persistieron largo tiempo como espectros en las calles neoyorquinas-; era de alguna manera superado ahora, cuando el gobernante daba los detalles de la más sofisticada operación bélica de la historia.
LOS PERSONAJES
En aquel momento, el atrevimiento de Sadam Hussein de invadir a Kuwait era castigado de un modo implacable y ejemplarizante y dos personajes eran claves en la aniquilación del peligro iraquí: el Secretario de la Defensa Dick Cheney y el Jefe de Operaciones Militares Colin Powell. Pero la desaparición del esquema bipolar (si bien en lo militar consagró la superioridad norteamericana) también abrió las compuertas a la multiplicación de conflictos y enfrentamientos regionales. Nunca como en aquellos diez años el mundo habría de vivir mayores estremecimientos por brotes separatistas, el fanatismo religioso y la resurrección del racismo. En un cuadro de semejante anarquía el terrorismo asumía una importancia protagónica; y frente a la perfección de los mecanismos de las minorías fanatizadas -la mayoría de las cuales concibe la muerte como un tributo trascendente- poco valen las armas propias para la confrontación en gran escala.
Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 regresaron al ciudadano norteamericano a una terrible realidad: su país ciertamente era la primera potencia del mundo, pero también se revelaba como una nación impotente para castigar las afrentas a su orgullo y cumplir con el mandato de asegurar el orden internacional. Si Estados Unidos era capaz de ganar sin oponente la guerra más perfecta que se hubiera conocido hasta entonces para restablecer la paz en el Medio Oriente, ¿ por qué no podía hacerlo frente a la acción de un grupo de suicidas que se burlaban de su seguridad militar y destruían su símbolo financiero?
LA RESPUESTA
En aquellas horas, Bush hijo, acompañado como su padre diez años atrás, por Dick Cheney (ahora Vicepresidente) y Colin Powell (Secretario de Estado) no tenía mayores cartas a la mano. En la lucha contra el terrorismo no funcionan los mecanismos disuasivos, no se conocen pactos ni tampoco armisticios. Bush estaba obligado en este caso, a una costosa e incierta respuesta militar tal como ocurrió con las invasiones de Afganistán e Irak
A los 23 años de los ataques terroristas al corazón de la democracia capitalista, los norteamericanos tienen razones para repensar su papel en un nuevo escenario geopolítico mundial; y los productores cinematográficos para filmar sus fantasías, que dolorosamente como aquella mañana de un día martes, se convierten en sangrientas e imborrables verdades.