Por Blanca LacasaEncadenaba vuelos pero tenía pánico a los ascensores. La clásica contradicción del trotamundos. Así lo cuenta Cristina De Stefano en el libro La corresponsal (Aguilar): “La que, en palabras de uno de sus colegas, era «la ‘periodista más turbulenta de Italia’ que recibía en su casa de Milán para realizar las entrevistas. En realidad, apenas se vivía en ella el tiempo necesario para descansar entre un viaje y otro. Un entrevistador la describió así: Se encuentra en un callejón que ningún taxista conoce; es el antiguo ático de una casa, desde cuyas ventanas se ven los tejados de las otras casas, los árboles. No tiene ascensor porque Fallaci, la viajera que va siempre en avión, tiene miedo a los ascensores«. El mismo entrevistador proseguía haciendo un retrato de la casa de «la Fallaci» (como la llamaba toda la profesión) muy propio de la clásica viajera cuyo hogar es casi más un almacén de cachivaches o una terminal de paso que un verdadero refugio. “Vive en una horrenda confusión de libros, maletas, periódicos, zapatos, botellas y objetos extraños. Tiene la manía de coleccionar objetos preciosos e inútiles, jarrones etruscos, relojes antiguos, espadas, revólveres, teléfonos fuera de uso, frascos de farmacia, muñecas feas, grabados napoleónicos, vestidos orientales”.
Nacida en Florencia en 1929, Oriana Fallaci ha pasado a la historia por ser la primera mujer italiana corresponsal de guerra, la periodista más famosa del siglo XX, la que se atrevió a cuestionar a los poderosos, la que convirtió la entrevista en un arma de destrucción masiva (género que según confesó en El Apocalipsis: Oriana Fallaci se entrevista a sí misma detestaba a pesar de ser la parte más conocida y reconocida de su trabajo). La que, según decía The Independent en su obituario en 2006: «Posiblemente la periodista más extraordinaria que Italia ha dado». Calificada en muchas ocasiones como mujer de carácter, la cosa le venía de lejos. Procedente de una familia humilde, aprendió muy pronto lo que era el activismo: su padre, albañil antifascista formó parte de la Resistencia. La propia Oriana contribuyó a la causa transportando munición de una parte a otra del Arno.
Aunque empezó estudios de medicina, los abandonó pronto visto que era más sencillo costearse la carrera escribiendo reportajes en el diario local. Su primer gran viaje fue en la década de los cincuenta, viajando por todo Estados Unidos. Allí se especializó en el Hollywood de la época y en sus siempre jugosos cotilleos. De vuelta a Italia sufrió un desengaño amoroso (con Alfredo Pieroni, corresponsal en Londres para La Settimana Incom Illustrata) que la llevaría, como ella contó más tarde, a una clínica psiquiátrica. Tardó mucho en reponerse. Tanto que abandonó su gran pasión: la escritura. Estuvo cuatro meses sin escribir para L’Europeo. Es entonces cuando, una vez más, el viaje apareció en su ayuda. Cuenta De Stefano en su libro: «Para ayudarla a recuperarse, el director de L’Europeo le propuso, hacer un viaje para descubrir cómo era la situación de las mujeres en varios países del mundo. Oriana se opuso al principio. Nunca le había gustado escribir sobre temas femeninos: ‘Las mujeres no son una fauna especial y no entiendo por qué deben ser, sobre todo en los periódicos, un tema aparte como el deporte, la política o el boletín meteorológico’”. Poco después se dio cuenta del error. “Como alguien que no recuerda tener orejas, pese a que las encuentra en su sitio todas las mañanas, y solo cae en la cuenta de que existen cuando sufre una otitis, me vino a la mente que los problemas fundamentales de los hombres derivan de las cuestiones económicas, raciales y sociales, pero los problemas fundamentales de las mujeres nacen sobre todo del hecho de ser mujeres”. Resultado de ese viaje publicó El sexo inútil.
Después, como si ya fuera imposible detenerla, Fallaci, ya instalada en Nueva York, hizo del viaje casi una forma de vida. Aparte de sus famosas entrevistas a todo aquel que fuera alguien en el globo terráqueo (todo el mundo quería ser entrevistado por ella por mucho que tuviera fama de ser implacable en sus preguntas), fue corresponsal de guerra, cubrió el conflicto de Vietnam dando cera a unos y otros, se trasladó a México cuando la matanza de Tlatelolco (resultando herida por una ráfaga de metralleta), estuvo en los conflictos entre India y Pakistán… Siempre y a todas partes cargada con una inmensa grabadora. Su última vez como reportera de guerra fue cubriendo el conflicto del Golfo en 1991. La misma que plantó su pintalabios rojo «sin pestañear» junto a un revólver con el que jugaba un colega (hombre) sobre la mesa mientras trataba de burlarse de ella –anécdota que rescata Cristina de Stefano en La Corresponsal (Aguilar, 2015)–. «Cuando voy a ver a las personas que entrevisto estoy muy seria. Me visto de la manera menos sexy que cabe imaginar, con frecuencia voy mal peinada y sin pintalabios. No es solo una cuestión de orgullo profesional. Es también, digamos, una elección política, una forma de feminismo avanzado», se rescata también en el citado libro.
Fallaci con su mítica máquina de escribir / Foto: GETTYIncluso y de algún modo, viajó hasta la luna. Durante la década de los sesenta tuvo una relación muy estrecha con la NASA y sus astronautas. Según The New York Times: “En 1963 y 1964 pasó largos períodos en la NASA. Bebía y bailaba con los astronautas. En el segundo viaje a la luna, el astronauta Charles Conrad llevó consigo una foto de Oriana cuando era un bebé”. El rotativo la definía en ese mismo texto como hipocondríaca, fumadora empedernida (casi tres cajetillas al día) y un verdadero desastre: abría su correo con meses de retraso y en el timbre de su casa lucía una notita que decía ‘Go Away’ [‘Vete’]. Todo muy acorde con esa personalidad indómita que se le presupone al eterno viajero. Fallaci rara vez facilitaba las cosas. Parece que la Fundación Ford le retiró una jugosa beca para que escribiera sobre la NASA porque la periodista fue directamente incapaz de proporcionar un itinerario. «Puede que me encuentre en San Luis y decida, sin pensármelo dos veces», escribió a la fundación: «Hacer un viaje rápido a Ciudad de México para comprar un sombrero».
Claro que este vivir a salto de mata pasaba sus facturas, y no sólo a nivel profesional. En una de las misivas recogidas en el libro El miedo es un pecado: Cartas de una vida extraordinaria (Editorial El Ateneo), le escribe una carta a Alexandros Panagoulis, poeta y político griego con quien mantuvo un intenso romance hasta la muerte de este en un accidente de coche que para muchos tuvo poco de accidente. En dicha misiva, la Fallaci se disculpa: «Soy una persona que trabaja y que tiene una vida muy dura, muy difícil. No siempre puedo hacer lo que quiero, ir donde quiero. Siempre hay un viento que me arrastra del lugar donde me gusta estar, como ciertos pájaros obligados a emigrar constantemente».
Oriana Fallaci durante una visita a la Acropolis. Foto: GETTYFallaci fue dejando testimonio escrito de todas esas migraciones. En formato artículo, libro o en cartas. En 2016 se editó el ya mencionado El miedo es un pecado saliendo a la luz parte de esa correspondencia privada. Más de un centenar de cartas dirigidas a amigos, amantes, familiares, colegas y entrevistados. Cartas con Shirley MacLaine, Ray Bradbury, Henry Kissinger, Isabella Rossellini. Cartas que estaban destinadas al ámbito privado y que quizás por eso contenían declaraciones tan incendiarias como esta fechada el 8 de enero de 1967 y escrita desde Nueva York a una amiga en la que se despachaba sobre los futuros reyes de España: «Sí, almorzar con Juan Carlos y Sofía es lo peor. Conozco a esos dos idiotas. Los entrevisté en Atenas antes de su estúpido matrimonio, y están hechos del mismo molde que Franco». Y proseguía: «No es sorprendente que se conviertan en rey y reina de España cuando muera el Asesino. Son sus protegidos. Desde pequeño, Juan Carlos vivió bajo la sombra de Franco y es su robot obediente». De Sofía decía: “Es simplemente la hija de aquella reina de Grecia que estaba en las Juventudes Hitlerianas y que hizo encarcelar a 50.000 ciudadanos griegos socialistas”.
El último viaje de Fallaci fue para regresar a casa. A Florencia. Enferma de un tumor (del que siempre responsabilizó a Sadam Hussein), la intrépida periodista murió el 15 de septiembre de 2006 a los 77 años de edad en su ciudad natal. “Quiero morir en la torre de Mannelli mirando el río Arno desde el Puente Vecchio”. Ese había sido el cuartel general de los partisanos con los que combatía su padre y ese fue su último destino.
Tomado de EL PAIS