El dictador dominicano cubrió una de las etapas más tenebrosa y sangrienta en la historia del despotismo continental
TRUJILLO: “PADRE Y BENEFACTOR DE LA PATRIA NUEVA”
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Manuel Salvador Ramos

En los años cincuenta del siglo pasado, LA VOZ DOMINICANA, funcionaba con gran potencia e igual que RADIO BARQUISIMETO en Venezuela su señal era audible mas allá de las fronteras al trasmitir en frecuencia modulada en la banda radial de 31 metros. Como fanático precoz del baseball, la posibilidad de oír directamente la narración de los encuentros en la pelota quisqueyana ello constituía un regalo de gran valía, pero a la par de estar al tanto de esos eventos tan gratificantes, a pesar del poco vuelo imaginativo para alguien con cortos nueve años de edad, un detalle llamaba poderosamente mi atención: en todas las programaciones y en cada intervalo propagandístico repetían incesantemente un estribillo: “Esta es LA VOZ DOMINICANA, trasmitiendo, desde República Dominicana en el año 23 de la Era de Trujillo y bajo la suprema conducción del Generalísimo RAFAEL LEONIDAS TRUJILLO MOLINA, Padre y Conductor de la Patria Nueva”.

Lo reiterado de tan inusual exaltación necesariamente despertó mi curiosidad. Hurgué los libros del “Tesoro de la Juventud”, busqué en la colección de Selecciones del Readers Digest que tenía mi padre, pedí permiso al barbero italiano recién instalado, para explorar en el cúmulo de revistas viejas que guardaba, pero en ningún caso encontré pista acerca de aquellas crípticas proclamas. No obstante, la insistencia me condujo hasta un personaje vecino a mi casa. El susodicho se aprestaba a egresar de secundaria en el viejo liceo del pueblo (por cierto, en mayo próximo se celebrarán los doscientos años de su fundación), pero a pesar de la diferencia etaria este hijo mayor de la familia de al lado compartía conmigo la afición por la pelota. Apenas le hablé de el tema que acicateaba mi curiosidad, se lanzó a un largo perorar sobre dictaduras y democracia, de los trabajadores, de la explotación, de la Unión Soviética, del socialismo y, por supuesto, de torturas y asesinatos.

Hoy, frente al teclado rememoro la escena como si fuese ayer y doy gracias a aquel adolescente espigado que tanto me enseñó de beisbol y además me habló de temas que yo presentía secretos. Se vino a vivir a Caracas y nunca más lo ví, por lo que en honor a lo que ahora transcribo consigno mi gratitud hacia él

 
EL INSTINTO SANGUINARIO

Más de doscientas condecoraciones, miles de plazas y calles con su nombre y un balance trágico de 50.000 asesinatos describen en pocas palabras a Rafael Leónidas Trujillo Molina, el dictador que a lo largo de treinta años gobernó a golpe de mazmorra y machetazo la República Dominicana. Pasó a la historia como un genocida, se autoproclamó Generalísimo y Benefactor del Pueblo, pero en la realidad cotidiana se le conoció como “Chapita” por su afición a las medallas, y como “el Chivo”, por su fama de depredador sexual. Fue con este último apodo con el que Mario Vargas Llosa perpetuó el recuerdo de su asesinato el 30 de mayo de 1961 por un comando de once opositores.


Toda la biografía de Trujillo está signada por el robo, la vanidad y la crueldad. Había nacido en la ciudad de San Cristóbal el 24 de octubre de 1891, siendo el tercero de los once hijos del pequeño comerciante José Trujillo Valdez y su esposa Altagracia Julia Molina. Eran tiempos difíciles, la violencia y la delincuencia en las calles resultaban incontrolables y es por eso que hasta 1918 no se le conoció otro oficio que el de delincuente.

En su adolescencia, Trujillo trabajó unos meses como telegrafista, pero enseguida sintonizó con aquel ambiente caótico, y durante varios años se enroló en la Banda 42, una pandilla de jóvenes liderada por su hermano José. Sus delitos eran variados: falsificaban cheques, cometían asaltos en negocios y casas particulares e imitaban a los cuatreros que aparecían en los wésterns robando ganado en las aldeas.

Hasta 1918 no se le conoció otro oficio sino el de pandillero. Cuando salió de prisión se incorporó a la Guardia Nacional, organismo que los norteamericanos –que ocuparon el país de 1916 a 1924– habían creado para intentar restablecer el orden público. A partir de ese momento su carrera fue fulgurante.
 
Apenas unos meses después de ingresar en la academia, su ambición y falta de escrúpulos empezaron a fructificar. Fue ascendido a segundo teniente en un concurso en el que concurrieron dieciséis aspirantes y quedó el penúltimo. De manera nunca explicada, poco después recibió las estrellas de capitán. “Voy a entrar en el Ejército y no me detendré hasta ser su jefe”, cuentan que había dicho, y la verdad es que lo cumplió. Fue destinado como comandante a diferentes comisarías provinciales, y tuvo tiempo suficiente para comenzar su actividad como conspirador.

Fue entonces cuando irrumpió en la política como vía para encumbrarse. Cuando finalizó la ocupación y los militares estadounidenses abandonaron el país, el nuevo presidente, Horacio Vázquez, le nombró jefe del Estado Mayor de la Guardia Nacional. Empezaba a controlar los más altos estamentos del poder, y participó activamente en el derrocamiento de su protector. Fue así como en 1930 lideró una rebelión armada que obligó al presidente Vázquez a abandonar el país y además ordenó asesinar a su colaborador Virgilio Martínez Reyna. Un año después, el 16 de agosto de 1931, creó el Partido Dominicano (PD) de ideas y corte fascistas, y luego de unos meses de presidencia interina de su amigo Rafael Estrella, defenestró a éste sin consideraciones y fue elegido presidente.

El PD nació con una ideología anticomunista y, desde el principio, con actitudes de partido único. Sus miembros fueron dotados de un carnet con una palma dibujada sin el cual nadie podía aspirar a nada en la vida pública. La credencial, popularmente conocida como “La Palmita”, igual abría puertas para obtener privilegios como para entrar en prisión a quienes no la podían mostrar. El partido contaba con una emisora propia, la RLTM, las iniciales de los cuatro principios del régimen: rectitud, libertad, trabajo y moralidad, “casualmente” coincidentes con las iniciales del nombre completo del sátrapa. “Casualmente” también, un día se incendió la sede del palacio de la Justicia, donde estaban archivados los informes policiales de las actividades del ya Generalísimo durante los años en que se ejercitó en la delincuencia. Ningún bombero acudió a sofocar el fuego.
 
DICTADOR A PLENITUD

La economía mejoró y la implantación de empresas norteamericanas aumentó. Mientras tanto, el gobierno incrementó los sueldos de los funcionarios, sobre todo los de los militares. Comenzaban unos tiempos de prosperidad que ayudaron a consolidar la dictadura. El respaldo de Estados Unidos, unido a la proliferación de dictaduras en toda Latinoamérica, contribuyó a promocionar la imagen internacional del país. Uno de los asuntos a los que Trujillo prestó especial atención fue la fijación de las fronteras geográficas, siempre dudosas, entre la República Dominicana y la otra mitad de la isla, Haití, más pobre y desorganizada. Los haitianos, herederos de la colonización gala y convertidos en un enclave de lengua francesa en medio de un continente de lengua castellana, tuvieron que claudicar ante las exigencias del régimen trujillista, para ellos una auténtica potencia militar y un sueño económico.
 
Trujillo, en un gesto de humildad sin precedentes, emprendió una visita oficial a Puerto Príncipe, la capital haitiana. Tras seis días de negociaciones, él y su colega Sténio Joseph Vincent llegaron a un acuerdo, que se firmó en Santo Domingo –convertida ya en Ciudad Trujillo– durante la devolución de la visita de cortesía que el 27 de febrero de 1935 hizo el presidente de Haití.

El éxito fugaz de aquel acuerdo, respaldado por otros gobiernos latinoamericanos, fue celebrado como un triunfo de Trujillo. Su propio ministro de Exteriores, Moisés García Mella, pidió en 1936 el Nobel de la Paz para los presidentes de los dos países. La propuesta, apoyada por otros dictadores, apenas tuvo eco en Haití, pero en la República Dominicana fue aireada como un gran homenaje al presidente Trujillo. Competían por el Nobel tres candidaturas, y la de los dos presidentes caribeños ni siquiera fue tenida en cuenta. Debió de ser un duro contratiempo para la vanidad del dictador, que, sin embargo, no se dio por vencido. En otra ocasión, sus aduladores presentaron la candidatura de la primera dama, María Martínez, al Nobel de Literatura.

La paz con Haití duró poco. Eran muchos los emigrantes haitianos que trabajaban en las comarcas fronterizas dominicanas. Su presencia despertaba la animadversión de los obreros dominicanos porque los haitianos aceptaban peores condiciones laborales. Trujillo acabó viendo su presencia como un intento de invasión en respuesta a la anexión de territorios que había conseguido en las negociaciones fronterizas y decidió resolver la situación de manera drástica: ordenando matarlos a todos.

El bando de guerra lo preanunció en octubre, en el transcurso de un baile de sociedad en su honor. Ordenó que el extermino se hiciese con machetes y cuchillos, ya que de esa forma se ahorraban municiones. Corría el año 1937 y los militares desplegados en las regiones fronterizas se pusieron manos a la obra de inmediato. Los asesinatos en la impunidad se multiplicaban. Algunas veces surgían confusiones y eran ejecutados en plena calle incluso dominicanos con tez subida de color. Fue una espeluznante matanza étnica.

Los estrategas del genocidio se proveyeron de una fórmula sencilla para saber quién era haitiano. A los sospechosos se les obligaba a pronunciar en voz alta la palabra perejil, difícil de decir con corrección para hablantes de lengua francesa, y aún más para haitianos analfabetos, cuya única lengua era el creole.

La matanza duró cerca de un año. Los historiadores no coinciden en el número de víctimas, quienes mayoritariamente eran cortadores de caña al servicio de las plantaciones norteamericanas. Hay quienes hablan de una cifra entre 15.000 y 35.000, aunque con investigaciones posteriores se llegó a estimar en 25.000. El genocidio se perpetuó con el nombre de la Matanza del Perejil.
 
Trujillo justificó la masacre con argumentos nacionalistas, anticomunistas y de defensa de la patria. El propio gobierno de Estados Unidos, bajo los auspicios del presidente Franklin Delano Roosevelt, intervino y obligó a detener la matanza y a entablar una nueva negociación con Haití
Una vez más, Trujillo impuso su voluntad ante la debilidad del ejecutivo haitiano. Accedió a pagar una insignificante compensación de 750.000 dólares, el equivalente a treinta pesos por muerto. Pero en cuanto los norteamericanos se apartaron del acuerdo, Trujillo volvió a regatear y la cifra quedó reducida a 525.000 dólares, monto que nunca se supo quién recibió y administró. Desde luego, los familiares de las víctimas no vieron ni un centavo.
 
En las elecciones de 1942, recuperó la presidencia como candidato único y permaneció en el cargo hasta 1952, cuando fue sustituido por su hermano Héctor Bienvenido, al que también ascendió a Generalísimo. Éste ejerció la presidencia con los mismos métodos que su hermano, ya que realmente era apenas un ejecutor de sus designios. En esa etapa, Trujillo asumió personalmente la cartera de Relaciones Exteriores.

ADVERSARIOS Y ALIADOS

Durante la Segunda Guerra Mundial, sus ideas y simpatías se identificaban con la Alemania nazi, pero, por la sumisión a los dictados de Washington, se mantuvo al lado de los aliados. Cuidaba la relación con los dictadores contemporáneos, como el cubano Batista. En estos años desplegó una intensa actividad diplomática, con iniciativas tan exhibicionistas como la Conferencia del Mundo Libre o la Feria de la Paz, celebradas ambas en Ciudad Trujillo. Estos y otros eventos fueron solo parte del gran despilfarro que llenó sus bolsillos hasta erigirlo en uno de los políticos más corruptos del siglo XX.

Estableció relaciones de confraternidad con Francisco Franco. Le admiraba, compartía sus principios e imitaba la parafernalia del régimen español. Algunos, sin embargo, opinan que en el fondo le envidiaba porque tenía más poder al gobernar un Estado más grande. Su ilusión era que Franco, en agradecimiento, le nombrase marqués, pero este solo le concedió la Cruz de Carlos III. Visitó España en 1954 y allí recibió todos los honores, siéndole impuesto el Collar de Isabel la Católica, una condecoración más entre tantas que acumulaba en la pechera de su uniforme.

Varios presidentes democráticos que coincidieron cronológicamente con su dictadura, Juan José Arévalo, de Guatemala, José Figueres, de Costa Rica, Ramón Grau San Martín, de Cuba, y Elie Lescot, de Haiti, criticaron severamente la represión en la República Dominicana. El más activo en este sentido fue Rómulo Betancourt quien denunció los crímenes de Trujillo y sus secuaces en la Organización de Estados Americanos (OEA). Era quizá el político más prestigioso del continente y Trujillo le estigmatizó como su principal enemigo, llegando incluso a organizar contra él un atentado que se llevó a cabo el 24 de junio de 1960, pero que afortunadamente no culminó de acuerdo a los propósitos del dictador dominicano.

Se calcula que en los treinta años que se prolongó la dictadura trujillista, fueron asesinadas 50.000 personas y muchas más fueron torturadas, secuestradas, violadas, encarceladas o exiliadas. La lista de víctimas de la represión incluye políticos, intelectuales, periodistas y líderes sindicales, pero también muchas personas anónimas. Algunos casos serían especialmente sonados, aunque la mayor parte fueron silenciados por la prensa. Entre los asesinatos que despertaron mayor repulsa internacional, además del intento frustrado de matar a Betancourt, están los de las tres hermanas Mirabal y el del político vasco Jesús Galíndez, secuestrado en Nueva York y trasladado clandestinamente a Ciudad Trujillo para ser ejecutado.


SOCIO INCÓMODO

Tantos escándalos, algunos con la implicación de agentes de la CIA, fueron minando la relación de Trujillo con Estados Unidos. Había sido un socio muy útil, pero empezaba a resultar incómodo. Tras la entrada de Fidel Castro triunfante en La Habana en 1959, empezaron a sospechar que la dictadura dominicana, por sus abusos, podía generar una revolución similar. Poco después de tomar posesión, el presidente Kennedy envió a un diplomático de prestigio a convencer a Trujillo de que se retirara, pero él hizo caso omiso.

Ni su brillante capacidad oratoria, habilidad que a lo largo de tantos años había sido su principal arma ante las masas, ni la estabilidad económica y la implantación del orden público le servían ya ante una ola creciente de rechazo. Eran muchos los dominicanos que se rebelaban contra aquella situación. El dictador avergonzaba con su vanidad, atemorizaba con su crueldad, escandalizaba con sus esperpénticas decisiones –como cuando nombró a su hijo Ramfis coronel a los siete años, y general y jefe de las Fuerzas Armadas a los diez– y soliviantaba con la corrupción desenfrenada que enriquecía a su numerosa familia.


LA MUERTE

Todo concluyó en la noche del 30 de mayo de 1961 en el kilómetro 9 de la carretera de San Cristóbal. A pesar de su ya babosa senilidad, se dirigía a visitar a una amante y en una celada fue víctima de los disparos de un grupo de once hombres dotados de armas proporcionadas por la CIA. Recibió sesenta balazos e intentó escapar revólver en mano, pero fue rematado en tierra por el líder del grupo, Antonio Imbert Barrera, personaje que posteriormente tuvo nombradía en la política dominicana. Los autores del atentado consiguieron escapar, y el poder provisional fue asumido por el vicepresidente –y luego presidente en varias legislaturas– Joaquín Balaguer.


Miles de personas desfilaron ante el cadáver del dictador. Tras los funerales de Estado, celebrados con toda la pompa en la catedral, sus restos fueron sepultados en la cripta de la iglesia de San Rafael, que había mandado construir para él y su familia. El país entró en una etapa de enorme confusión. Los colaboradores más fieles, encabezados por su hijo Ramfis, intentaron sin éxito controlar el poder, pero el 19 de noviembre, cinco meses y nueve días después del magnicidio, la Fuerza Aérea, mandada por el teniente coronel Manuel Durán Guzmán, se rebeló en Puerto Plata y bombardeó algunos cuarteles. De esa forma el Ejército se rindió y se puso fin a la negra era del trujillismo.

Aquella misma noche, Ramfis, su madre, hermanos y demás familiares embarcaron en el yate Angelita con los restos de Trujillo y 95 millones de dólares en lingotes de oro a bordo. Desde la isla vecina de Guadalupe continuaron viaje a París en avión. El cadáver del dictador fue enterrado en el cementerio francés de Père Lachaise, donde permaneció hasta 1970, año en que fue trasladado al mausoleo familiar preparado en Mingorrubio, en las afueras de Madrid. Hasta hoy, su país se ha negado a acoger sus restos.
 
(Datos e informaciones extraídas de la revista HISTORIA Y VIDA, N° 628; de HISTORIA National Geographic N° 257; y del programa HORA CLAVE en Globovisión en fecha 17/02/17)

 

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