Este es el primer capítulo de la historia del Proyecto 2 que iremos publicando digitalmente, cada mes y que sirve como punto de partida para la trama.
Capítulo 1 - La noche final
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PROYECTO 2, Capítulo 1 - La noche final 

Aquella noche todos estaban reunidos en las afueras de la gran Casona, era el velorio de Juan el Español, quien yacía en el salón principal de la casa en un féretro gigante de caoba pulida, con agarraderas de bronce bruñido y elaborado con detalles exquisitos, de alto relieve y formas muy elaboradas, su aspecto era el de una nave preciosa, grande y alargada lista para navegar entre aguas diáfanas y tormentas, todo aquello parecía una ceremonia faraónica para un viaje inmaculado al inframundo. Los acabados ornamentales, los grandes candelabros dispuestos de forma uniforme que encandilaban los ojos de los asistentes, todo aquel ambiente rico en opulencia. La disposición de innumerables coronas de flores multicolores, que fundían su aroma con el humo de las velas, otorgaba un olor característico difícil de distinguir entre la embriaguez o el hastío, daba la impresión de que la magnificencia manifiesta en aquella sala había comprado su Indulgencia para acceder a la gloria, sin penitencia ni purgatorio.

Afuera estaba el inmenso patio y los jardines que rodeaban la gran casa, repleta de árboles frutales, flores exóticas, huertos plenos de legumbres y hortalizas, con formas y colores dispuestos de manera tan ordenada y magistral que le podía restar dignidad a los jardines palaciegos de cualquier varón europeo de la más elevada alcurnia.

En el ambiente se respiraba una combinación de mastranto, hierbabuena, cayenas, rosas, jazmín, naranjos, almendros y jobos, aromas que combinados engalanaban el aire con un olor dulce, suave y aterciopelado exquisito y evocador, que se hacían inolvidables hasta para los más exigentes gustos olfativos. En aquellos tiempos la gran mayoría de animales del pueblo sucumbían ante las deliciosas y atractivas fragancias que emanaban de aquellas tierras, estos actuaban como si quisieran invadir los huertos y sembradíos, atraídos como abejas a las flores.

Todos los días cuando soplaba el viento solano del norte, se podía observar cómo los animales de las diferentes granjas del pueblo salían en fila, uno tras otro, como convidados a una gran reunión. Ya los granjeros no se preocupaban por amarrar o encerrar su ganado, caballos, cerdos, cabras, ovejas, mulas, burros, gallos, gallinas, patos o cualquier otro animal no doméstico que pudiesen imaginar, se acercaban en desbandadas, estos llegaban y rodeaban expectantes los terrenos de la gran Casona.

Era como si su voluntad se viera quebrantada por aquellos perfumes embriagantes y deliciosos, pero al mismo tiempo, su instinto no les permitía traspasar aquella frontera imperceptible que delimitaba los terrenos de la gran Casona con el resto del pueblo. Luego, terminada la tarde, y ante la mirada de los pobladores, algunos atónitos y otros indiferentes, todos aquellos animales regresaban a sus respectivos corrales, otros se perdían entre la hojarasca, buscando los montes como abandonando toda esperanza de poseer el secreto primoroso y delicado que se ocultaba entre aquellos solares y parcelas. Así día tras día se repetía la misma rutina, una y otra vez. Aun hoy, nadie ha podido todavía descifrar a ciencia cierta la raíz de este misterioso comportamiento.

Vista la solemnidad de aquel ritual mortuorio, fueron dispuestos en el patio de la casa multitud de sillas y mesas para los asistentes al acto, que paulatinamente se paraban de sus sitios y se encaminaban hasta el gran salón en el interior de la Casona para contemplar lo que yacía dentro de aquel féretro. Todo el que se acercaba en aquella larga e interminable procesión por ver aquellos despojos humanos, aprovechaba la oportunidad de ver su rostro reflejado en la superficie de aquel cajón ornamental que resplandecía como si fuera un espejo, una de las espectadoras curiosa prefirió ver en detalle su peinado y retocarse con las manos la formas esponjadas de su cabello y luego de una mirada perpleja dentro de la urna, hizo un gesto indolente y desinteresado con sus manos, que asemejaba la señal de la cruz.

Otros se apretaban entre empujones apresurados, interesados en pasar por aquella especie de alcabala fúnebre, para satisfacer su curiosidad, llegar a contemplar los restos de Don Juan y convencerse que efectivamente estaba muerto, para poder salir lo más rápido posible de aquel ambiente caluroso de respiraciones sofocadas y pieles pegajosas y sudorosas. Se escuchaban llantos atenuados en algunos rincones de aquella gran Casona, otros conversaban en grupos, sentados a las afueras entre los patios y jardines, mesas con juegos de cartas, domino, café, caldos con galletas y queso, algunas risas y hasta cuentos bondadosos del difunto en vida

Pero ya avanzada la noche se escuchó un gran crujir, era un grito de lamentación extendido, agudo, profundo y tenebroso, tan lejano, que nadie sabía de dónde provenía y tan cercano que la gente sentía como aquella vibración tan intensa los abrazaba y crispaba sus huesos, sembrando un miedo indescriptible entre todos los allí presentes. Se escuchaba como si los cuadros y pinturas se desplomaban, objetos lanzados, golpes de metales. Las velas de los candelabros se apagaron todas, de forma uniforme y repentina. Se escuchaba como los objetos eran lanzados dentro de la casa, golpes de puertas. Todos corrieron despavoridos hacia las afueras de la Casona, agrupándose en el patio, mientras se miraban las caras tratando de encontrar una explicación plausible para aquel hecho misterioso.

Hubo luego un silencio total y lúgubre que perduró algunos minutos, entonces Doña Antonia la rezandera encendió una vela y se dirigió caminando al interior de la Casona, profiriendo a baja voz palabras incomprensibles, como una especie de oración que salía de su boca en forma de murmullos, mientras protegía el fuego con la mano para evitar que la brisa lo apagara.

–¿Para dónde va usted sola Doña Antonia? No entre en esa casa.– la increpaban algunos de los presentes. Ella permaneció indiferente, mientras ingresaba al interior del salón donde se encontraba el féretro de Juan el Español.

Una vez dentro, encendió los candelabros, iluminando nuevamente el ambiente y observando que todo estaba completamente inmaculado. No había señal de objetos golpeados, caídos o rotos. En ese momento, todos los allí presentes, luego de observar en el interior de la gran Casona, comenzaron a rezar, más para alejar el miedo provocado por aquel hecho inexplicable que por sus propias convicciones de Fe.

He aquí que una mayor crispación se apoderó de los asistentes cuando todos miran perplejos como una sombra agazapada y muy grande se acercaba paulatinamente por el camino principal con dirección a la gran Casona. Todos trataban de adivinar que era aquella figura que se aproximaba, ¿era acaso un hombre, un animal? Mientras se debatían en si creer o no lo que sus ojos estaban presenciando.

Definitivamente no era un hombre. Poseía un gran tamaño y se desplazaba en cuatro patas. Era un gran perro negro, más negro que la noche, una piel como de ébano indescriptible, comparable a una piedra de azabache, un pelaje brillante que reflejaba en su lomo el espectro plateado de la luna, solo sus ojos se distinguían con una mirada fija y resuelta como si solo tuviera un objetivo que cumplir, haciendo caso omiso de las miradas externas de admiración y miedo de los hombres y mujeres allí presente, continuó su paso acompasado a través de la multitud. Atravesó el patio y los jardines de la gran Casona e ingreso al gran salón, donde levantó su cabeza, como tratando de percibir los olores del lugar e inmediatamente procedió a echarse a los pies del féretro de Juan el Español con la mirada fija. Como cazador esperando a su presa para devorarla.

Hubo aquella noche una gran consternación y asombro entre todos los asistentes a la Casona de Juan el Español, ya que lo ahí sucedido no tenía ninguna explicación lógica, el miedo y la incredulidad se apoderaron de la gente, algunos pedían ir a la iglesia a llamar al padre Albistur para que intercediera a través de una ceremonia ritual eclesiástica a alejar o exorcizar aquella presencia a la que todos ellos consideraban sobrenatural para que fuera de esta manera erradicada, con el fin de alejar el mal que ellos creían se había hecho presente en aquel lugar. El Doctor Rafael Paredes y el alcalde del pueblo y dueño de la tienda de abarrotes, Don Pedro Echeverría de la Garza, fueron más conservadores y escépticos, al considerar que lo que sucedía era algo circunstancial y que obedecía al orden natural de las cosas.

El doctor paredes expresó con mucha convicción: –Señores no se alarmen. Por favor. Todo tiene una explicación científica y lógica, como por ejemplo el viento, que irrumpió en el salón, y las alimañas, como ratas, zorros y zarigüeyas, que abundan en estos bosques, han podido incursionar dentro de la casa y crear un estado de conmoción al pelear por alimento y causar estragos dentro de los salones. 

Pero la gente no estaba nada convencida. Quedaban aún otras interrogantes sin respuesta aparente. Como quien abría y cerraba las puertas con tanta furia hasta fracturarlas. Pero la mayor expectación recayó sobre el lamento macabro, agudo y prolongado, tan maléfico y terrorífico que fue indescriptible para cualquiera de los allí presentes y el no poder interpretar el sentimiento de horror y crispación que abordó sus cuerpos y sus espíritus. Mucho menos la presencia del Can Gigantesco que ahora estaba a los pies del féretro de Juan el español.

Irónicamente los gemelos González y el resto de sus amigos, algunos escépticos e indiferentes, optaban por seguir disfrutando del licor dispuesto generosamente en cada rincón de la gran casa y bebiendo aguardiente de caña hasta saciar su sed, que junto con mascar tabaco en rama hacen una combinación explosiva.

Aquello parecía más una celebración, antes que un acto de duelo. Era como si para ellos hubiese sido un espectáculo circense muy divertido que deslumbró y dio más atractivo a lo sucedido esa noche en la gran Casona. Otros, más conservadores, ingerían el aguardiente con desesperación y miedo ya que se resistían a creer todo lo que acababan de ver y escuchar, todo lo que allí sucedía se debatía entre la duda y el temor, pero indefectiblemente lo que allí imperaba era en esencia sobrenatural y tenebroso.

Se escuchó un clamor entre los presentes con voz entrecortada, quizás por la emoción, la pena o la borrachera, que profería con tono fuerte y desgarbado, –¡Viva Don Juan el Español! el mejor hombre que ha vivido por estas tierras y el mejor patrón que haya existido jamás.

Era Ramón, uno de los gemelos González, quien levantaba su brazo mientras llevaba a su boca el aguardiente de caña, que consumía de forma insaciable, escapando como un chorro de sus labios y derramándose entre sus ropas hasta desintegrarse en la tierra seca.

Todos fueron abandonando aquel lugar con pasos apresurados, temiendo que pudiera suceder algo peor de lo que ya sus ojos habían presenciado, las mujeres, nerviosas y asustadas, conminaban a sus maridos, compañeros y amantes a alejarse de aquel lugar. Ya no querían permanecer allí, bajo ninguna circunstancia. Nunca habían visto ni experimentado nada parecido en sus vidas

Luego del odio colectivo imperante entre la gente y de la alegría subliminal que los embargaba por la ausencia de aquel hombre que ya no deambularía más por aquellas tierras y cuyo solo nombre era como daga que se clavaba en sus corazones, había un sentimiento de exaltación. Ya no sentirían ese nudo en el pecho que los embargaba cada vez que este macabro ser imponía su manifiesta voluntad en toda la comarca.

Todos sentían un gran alivio en sus almas, pensaban en una paz venidera, como consecuencia de ese terror que se había apartado de sus vidas, pero que sin embargo de alguna manera aun sentían que no había desparecido de un todo, que era tal vez demasiado bueno para ser verdad y que no debían abrigar tantas esperanzas en sus corazones. Ellos lo pensaban, nadie se los decía. Luego se escuchó a Ramón el gemelo decir con voz exaltada, –¡Pueden irse por donde vinieron partida de cobardes, desgraciados, mal agradecidos yo me quedo aquí solo con mi patrón y aquí mismo me conseguirán mañana!

Como entender este miedo, como explicar este fenómeno que embargaba la tranquilidad espiritual de estas personas, como era posible que un solo hombre haya podido quebrantar la paz de una comunidad entera, hasta el punto de tener la necesidad de convencerse por ellos mismos, que el despojo humano que reposaba en aquel féretro, eran los de Juan el Español. 

EL PRINCIPIO  



Ideas y Redacción por:
William Gregorio González Mijares
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