Por Lena Yau
1.
Soñé que conducía desde Madrid a Caracas.
Salí con sol y al llegar a Caracas, aunque eran las tres de la tarde, el cielo estaba negro.
Llovía durísimo.
Cuando llegué a la altura de Plaza Venezuela el tráfico se detuvo.
La lluvia había derribado una farola.
Me bajé del carro (en el sueño pensé: aquí es carro) y un hombre me dijo: dame el reloj.
Me apuntaba con una ramita de mango como si fuera una pistola.
Tiré el reloj debajo de un carro.
Si lo quieres, búscalo.
No, me dijo el ladrón. Lo vas a buscar tú. Te vas a arrodillar y me lo vas a traer con los dientes.
Un muchacho que miraba todo dijo: saca el hierro. Eso es un palito.
El ladrón hizo el gesto de sacarse un arma de la cintura.
Me morí, pensé cerrando los ojos. Me morí soñando en Caracas.
Yo tenía que ir a Innsbruck y el gps me trajo aquí.
Abrí los ojos y el ladrón había huido.
El muchacho me devolvió el reloj.
2.
Lo que hace el gran poder, ese monstruo de mil cabezas, dos mil orejas, dos mil ojos, lo repiten sus émulos.
Acusan, espían y cercan al dueño de la bodega, a la señora que se queja de las horas de cola que tiene que hacer para alimentarse, al funcionario que no quiere colores sino un sueldo que le alcance, al que ose usar la palabra para esa excusa a medida que los involucionarios llaman patria.
Pero están equivocados.
Porque la patria nunca va en singular ni es una sola para todos.
Para algunos es la infancia.
Para otros es la lengua materna.
Para mí es la idea que Elisa Lerner recoge en un bocado.
Un bocado diminuto y enorme, un pedacito humilde y regio, una entelequia que cada quien entiende a su modo y que de ser transferida cambia de significado, se enriquece, incluye, abraza y se fuga.
Lo deseado, lo inefable, lo efímero.
Un tequeño es la patria. El alma de la patria.
Sospecho que es así.
Esa fugacidad que es permanencia y que jamás pide defensas, que no entiende de traiciones, que es pertenencia porque nos cuenta, que siendo tangible es inapresable.
A veces creo que los seres que no entienden de metáforas se llenan de miedo y de rabia.
Corren, buscan hachas para cercenar lo que retumba dentro de un árbol.
Gritan ordenes para encarcelar al lecho de un río porque el rumor los ensordece.
Intentan aplastar al tequeño.
Pero el alma de ese dedo de harina relleno de queso no se puede destripar con un pisotón.
Ni con años de pisotones.
3.
Luego lo pienso y me digo: lo natural es sentirse en conflicto con la nacionalidad, con esta nacionalidad.
Tenemos un gentilicio artificial, una bandera inventada, un escudo torcido, una moneda falsa, un habla enfangada.
Debajo de esa escoria está el país.
Toda esa miseria se barrerá algún día y volveremos a tener tierra.
No nos van asfixiar.
Tenemos esperanza, confiamos, seguimos.
Soñamos para estar despiertos.
4.
Sueño que tomo autopistas en sentido contrario.
Voy a toda velocidad y según avanzo el recorrido me voy quedando ciega.
El futuro me augura un fatal choque de frente.
De pronto recuerdo que sólo tengo que cuidarme de los objetos fijos, que llevo un volante en mis manos, que hay espacio para hacer una pirula, para retomar el sentido que lleva a un destino seguro.
Tras recordar, tras hacer uso de la memoria, mi vista regresa.
Corrijo a tiempo.
Despierto.
5.
Walter Benjamin escribió que soñar participa de la historia. Para cambiar los sueños entonces tenemos que girar el timón de nuestros días. ¿Es el olvido es el lugar de las pesadillas que nos asaltan mientras dormimos y de las pesadillas que vivimos en vigilia? ¿Debemos enterrar, execrar, desterrar, los tormentos de estos años de involución? ¿Nos salvará negarnos como país ante esta historia obligada, falseada, empujada en cucharas vacías de alimento y llenas de penumbras?
No.
Sólo podemos cambiar lo que la memoria recuerda.