Por Diego Fonseca
Un terremoto o un acto gubernamental pueden dejarnos en situaciones moralmente incómodas, pero, en el fondo, la respuesta a ambas crisis cae en el mismo cuenco: los seres humanos debemos ocuparnos de los seres humanos, sobre todo en situaciones apremiantes. En los últimos días, Haití y Afganistán volvieron a ponernos ante ese espejo.
El terremoto que costó al menos 1900 vidas en Haití y la salida intempestiva y desordenada de los aliados liderados por Estados Unidos de Afganistán nos han dejado ante un futuro tan previsible como indeseable: ambas naciones pasarán horrores, pero nadie está muy seguro de que el mundo —gobiernos e instituciones, las sociedades prósperas— vaya a hacer demasiado por ellas. Así que deberíamos preguntamos: ¿seremos espectadores de dos tragedias en evolución o haremos algo mejor que fracasar, como ya sucedió, en la reconstrucción de los dos países? Me temo que no.
Aunque sea un imperativo moral, Haití y Afganistán no recibirán las manos que precisan. Si el dinero sirve de medida, hoy somos menos solidarios que hace una década. En 2019, la ayuda humanitaria cayó por primera vez desde 2012, de 31.200 millones de dólares a 29.600 millones y no hay señales de que ese dinero haya regresado a la bolsa de ayuda en 2020 y 2021. Y hoy la ayuda es más necesaria que nunca. En un desolador informe sobre asistencia humanitaria global, la oficina de coordinación de emergencias de Naciones Unidas decía a mediados de 2020 que más de mil millones de personas viven en naciones con crisis humanitarias duraderas. Ese escenario no ha dejado de empeorar. Hoy hay 31 países con crisis prolongadas cuando en 2005 eran 13, dice el reporte.
¿Qué sucederá con Afganistán ahora que nadie protegerá a las familias —sobre todo, a sus mujeres y niños— después de 20 años de presencia internacional alimentando una engañosa sensación de libertad? ¿Y quién va a enviar recursos vitales a Haití, esa nación que se ha vuelto inviable, cuando hay que comprar vacunas y asistir a nuestros propios vecinos en medio de la crisis de la nueva ola de la COVID-19? Como las redes sociales y la TV en vivo hacen el mundo demasiado cercano, presenciamos con desconsuelo el desmoronamiento humano. Todo anuncia que los talibanes subyugarán a las afganas; es un crimen y nos afecta aunque vivan a miles de kilómetros de distancia en un entrevero de quebradas arenosas. La devastación recurrente de Haití parece obra de un dios perverso que encontró muy cómodo enseñarnos una lección a todos echando mil plagas sobre una sola isla desvencijada.
Hay una verdad incontestable: una crisis humanitaria es localizada en un territorio específico, pero sus consecuencias afectan al mundo. Tras el terremoto de 2010 de Haití, miles de personas emigraron a varias naciones latinoamericanas. Los conflictos en Siria, Afganistán, Iraq y otras naciones llevaron a un millón de refugiados solo a Alemania de 2015 a 2018. Los emigrados venezolanos podrían superar los seis millones a fines de 2021.
¿Hará algo el mundo por quienes no buscan ya no una vida mejor sino apenas salvarla? La pandemia parece servir de excusa perfecta para desentenderse. Sin duda, los gobiernos deben ocuparse de la vida de sus nacionales primero y, luego, asumir su rol humanitario. Pero el virus está animando a algunos Estados a volcarse a nacionalismos sanitaristas y económicos.
Si faltasen pruebas, un virus que no respetó fronteras y que muta mientras la mitad del planeta pobre no tiene suficientes vacunas, deja claro que el mundo es uno solo. Los países ricos y la comunidad internacional deben terminar de aceptarlo. Estados Unidos y sus aliados debieran asumir compromisos humanitarios urgentes con Afganistán aunque haya apremios en casa. Será imprescindible absorber las migraciones masivas y asistir a quienes vivirán con hambre o amenazas.
No está sucediendo con la profundidad necesaria. Francia tiene una relación innegable con Haití. No puede soslayarla pero la esquiva. Mientras tanto, el presidente Emmanuel Macron ya dijo que quiere a Europa preparada ante la próxima inmigración irregular afgana. En el discurso que justificó el atropellado abandono de Kabul, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, pasó demasiado tiempo acusando a los afganos de no ocuparse de sí mismos. “Hablamos extensamente sobre la necesidad de que sus líderes se unan políticamente”, dijo. “Fallaron”. Siempre es más fácil poner la culpa en otros o en imponderables. Arréglense ustedes no es humanismo comprensivo. Debemos preguntarnos si Haití y Afganistán recibirán suficiente atención de los gobiernos del mundo. “La respuesta corta: no”, me dijo David Rieff, autor de Una cama por una noche, un análisis de la crisis del humanitarismo desde la guerra de los Balcanes. “Haití es ignorado desde siempre, en las buenas y las malas, y Afganistán depende ahora de los talibanes y los paquistaníes”.
Las crisis seguirán. Las organizaciones multilaterales, como las Naciones Unidas o la Organización Mundial de la Salud, han mostrado fallas y deben ser profundamente reformadas. Biden y Macron deben saberlo: a mayor poder, mayor responsabilidad. Las huellas más o menos presentes de las potencias están en los trazados de Afganistán y la desigualdad de Haití. El filósofo Tzvetan Todorov sostenía en On Human Diversity que el amor por la nación se opone al amor por la humanidad. Si hoy nos metemos adentro, condenamos a los necesitados. Nos deshumanizamos y los deshumanizamos.
Haití y Afganistán exhiben cómo asumimos el imperativo moral de ser una sola humanidad: o salvamos esos hoyos o el agujero está en nuestras conciencias.