En medio de tal horizonte se permite hablar sobre sus raíces -lo que fue y es su país natal- con amor y, sobre todo, con lucidez.
La agenda de Gabriela Rangel es compleja y está repleta de reuniones y actividades dentro del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), institución que encabeza desde 2019. De hecho, es la primera mujer que ostenta el cargo de directora artística y tiene la tarea, nada simple, de organizar la celebración de su vigésimo aniversario en 2021. Al leer su hoja de vida profesional puede entenderse, a la perfección, por qué una de las colecciones de arte más importantes del continente está bajo su cuidado.
Caraqueña con raíces andinas, puede decirse que Rangel nació en un país que alcanzaba en ese entonces un importante desarrollo, con altibajos y claroscuros, no sólo democrático sino mundano. La nación se sacudía, aletargada, de un prolongado período autoritario y se abría paso a la vida contemporánea sin perder su naturaleza e idiosincrasia. Como si de un sino se tratara, el año en que nació se produjo un evento sobre el que más tarde escribiría: “Imagen de Caracas”, propuesta experimental que podría ser vista como una vuelta de tuerca en la historia del arte venezolano.
“Mi infancia fue muy sui generis porque mis padres volvían del exilio a mediados de los años 1960, un exilio vinculado a una grieta que se abrió en la sociedad venezolano de esa década”, rememora Gabriela. Tal vez su infancia sea vista como un territorio de ensoñación: “Recuerdo, sin embargo, que fui muy feliz en la Caracas de los años 1960 y 70. Era una sociedad modesta, en una urbe que crecía a pasos agigantados, pero la gente era amable, llana, y sobre todo abierta y hospitalaria”.
Rangel creció en Venezuela. El tema educativo, no sólo institucional sino familiar, es recurrente cuando se revisa la historia de aquellos años. “Fue una excelente formación que, en mi caso, recibí en la Universidad Católica Andrés Bello. Y, sobre todo, esto ocurría en una ciudad que ofrecía un clima cultural muy cosmopolita dentro del contexto latinoamericano, plagado éste de dictaduras y crisis económicas”, concede.
Sus primeras incursiones curatoriales se desarrollaron en instituciones públicas venezolanas. Trabajó en el desaparecido Consejo Nacional de la Cultura (Conac), en el Museo Alejandro Otero y en la Fundación Cinemateca Nacional. Estas experiencias impregnaron su visión del ámbito: “Me enseñaron la importancia de articular un discurso que va destinado a la esfera pública”, señala.
Gabriela también estudió fuera del país: en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños y en el Bard College (Annandale-on-Hudson), donde obtuvo una maestría en Estudios Curatoriales. Luego de trabajar en el Museum of Fine Arts de Houston, fue curadora en jefe en la prestigiosa Americas Society, en Nueva York, durante tres lustros.
Tras esa experiencia, Rangel tuvo otra percepción del tema. “El arte latinoamericano no es igual en Guatemala que Brasil, por lo tanto, ponerlo en el espacio de un museo requiere de diferentes aproximaciones y enfoques. La categoría latinoamericano, muchas veces simplifica diferencias e historias que hacen de ella una reducción operativa”, afirma. En su propuesta para el Malba, hay una suerte de invocación telúrica al citar una frase del poeta caribeño Derek Walcott, quien sostiene que América latina podría ser vista como un archipiélago.
Las reflexiones de Rangel sobre la región no son nuevas. De hecho, trabajó “La Fiesta de la Tradición” –organizada por Juan Liscano en 1948 para celebrar la asunción a la presidencia de Rómulo Gallegos- para una exposición de fotografías en blanco y negro hechas por Carlos Cruz Diez. “Este evento tuvo que ver con la relación de lo popular con el arte y la cultura antes de la irrupción del grupo Los Disidentes. Este festival organizado por Liscano convocó a intelectuales de izquierda de diferentes lugares y amerita una revisión de fondo que no se ha hecho. Me parece que es un punto ciego historiográfico que demuestra que hay mucho por investigar.
Al enlazar ese tema para explorar su idea de venezolanidad se le consulta sobre la existencia de la nación como idea. Una pregunta que sobresalta por las amplias variantes de respuestas posibles pero que podría asimilarse en una duda: ¿será que, en efecto, existe el país? “Venezuela existe y hoy ocupa la agenda de Derechos Humanos tanto en la ONU como en los titulares de los diarios, lamentablemente”, comenta mientras se prepara para organizar “Terapia”, una nueva exposición que vislumbra la relación entra arte y psicoanálisis.
Pero además de esa notoria agenda pública de país, al menos en las artes pervive una presencia notoria de la huella venezolana, por momentos olvidada y por otros embutida entre “relatos de pornomiseria”, como Rangel designa a una de las orientaciones noticiosas sobre América Latina que recrea “conflictos migratorios o meollos demográficos”. En la colección que tiene a cargo Gabriela Rangel resalta la obra “Tres figuras en marcha”, de Héctor Poleo, que emociona a cualquier visitante venezolano. “Poleo es un artista muy interesante porque una parte importante de su obra la desarrolló en México. La colección del Malba tiene una ‘mirada’ amplia tanto geográfica como temporal. También hay obras de Gego, Reverón, Otero, Narváez y de Luchita Hurtado, quien también vivió en México”, cuenta.
Es persistente el enorme aporte venezolano a la cultura internacional, no sólo desde las artes sino desde sus promotores. De hecho, algunos de sus afectos venezolanos en Buenos Aires, forman parte de la Asociación de Amigos Malba. Entre ellos Juan Mendoza y su esposa Ana Luisa Atencio, nieta de su amiga Sagrario Pérez Soto, “una persona fundamental para la constitución de un lenguaje público del arte venezolano de una manera muy oblicua y discreta”. También se ha reencontrado con su adorada amiga Blanca Strepponi, poeta y editora argentina que pasó gran parte de su vida en Venezuela.
Esos lazos también devinieron testimonio escrito de estos días de aislamiento junto con Olga, una gata adoptada el año pasado a poco tiempo de llegar a la Argentina. En una parte de su diario de la cuarentena porteña, compartida públicamente en un diario local, menciona en detalle algunas de las obras personales que más felicidad le dan y, claro está, cierta melancolía: “Caracas nocturna con el emblemático neón de los chocolates Savoy y el cielo reflejado en el agua en un caño del río Orinoco”, de las artistas María Cristina Carbonell y Violette Bulé.
“Me gustaría escribir más de lo que escribo. Me falta el tiempo para hacerlo”, admite cuando se le consulta sobre la energía que le concede a la escritura. Tiene una importante obra de crítica publicada en revistas especializadas que deberían ser aglutinadas, pero al leer sus apuntes desde el aislamiento surge una veta autobiográfica que apenas aflora. Un poco de nostalgia que también permea su recuerdo fascinado de las playas y parte de los Andes venezolanos, lugares recurrentes de su infancia y adolescencia. ¿Pero qué quiere encontrar, finalmente, Gabriela Rangel en esa bruma de recuerdos? “Te diría como Proust, busco el tiempo perdido saboreando la madeleine venezolana”, concluye.