Juan entró al consultorio profundamente nervioso. Temblaban sus manos y su boca. Yo sentí compasión por él y le dije en el tono más cálido que tenía que se sentara tranquilo y que todo estaría bien. En mi mirada se sintió libre y sin juicio, y entonces declaró su mayor problema: “soy gay y obviamente ya lo sabes por mi voz”.
¡Guao! Su voz era tan normal como la mía, como cualquiera otra entre el continuo de graves y agudas. “¿Existe una voz homosexual? La desconozco.” Pero su voz no era el problema, eran muchas de sus creencias las que sentenciaban el malestar que lo hacía buscar ayuda de forma desesperada.
“¿Por qué me presentas tu orientación sexual, Juan? ¿Crees que es lo más importante que debo saber de ti? Aún no sé cuántos años tienes o si eres de Caracas. No sé si has ido a terapia o por qué pediste la cita conmigo. Aún no sé si estudias, trabajas o si estás en un momento de parálisis buscando qué hacer con tu vida. Todavía no me dices quiénes son tus padres o si tienes hermanos, primos y mejores amigos. ¿Por qué iniciar con tu orientación sexual esta cita si yo no te he preguntado sobre ella y tampoco te he dicho la mía?”
Muchas veces me he preguntado, y no como psicóloga sino como ser humano, cómo se debe sentir tener que expresar tu orientación sexual con miedo a obtener rechazos. Jamás dije “Hola, soy Atenea y soy heterosexual.” También trato de ponerme en el lugar del que rechaza, ahí sí como psicóloga, y entiendo que su entorno le “vendió” unas creencias que “compró” sin reflexión y que no ha sabido confrontar por miedos, religiosos o no, pero miedos. Porque, finalmente, ¿qué daño nos hace el amor homosexual? Las demás personas viven sus historias y para nosotros debería ser transparente con quiénes las viven.
Siempre he sido de las que piensan que los discriminados son los primeros que se discriminan. Yo trato la orientación sexual en mi consultorio como una línea de normalidad continua llena de gustos individuales. A mí no me interesa saber la orientación sexual de un paciente, a no ser que el paciente sufra por no aceptarse o dude sobre qué le atrae, requiriendo psicoeducación sexual, para lo cual me pongo muy explicativa aclarando todas sus dudas sobre el proceso de sexuación humano y entrando en su pasado para conocerse, comprenderse, aceptarse y amarse sin querer cambiar algo que no se cambia.
A mí no me gustan los hombres, a mi me gusta cierto tipo de hombres, algunos, pocos. Yo por ponerme la etiqueta unos segundos de “heterosexual” no asumo que me gustan todos los hombres, solo reconozco como realmente atractivos a algunos, con unas características que funcionan para mí. Por eso no me gusta hablar de homosexualidad, ni de heterosexualidad y tampoco de bisexualidad, o todos esos nombres que ahora se hacen populares en las redes sociales. Yo prefiero hablar de gustos, de cómo te gusta la carne: ¿término medio? ¿Muy hecha? ¿3/4? ¿No te gusta la carne? Todo es válido y respetable. Los gustos sexuales son únicos en cada quién y yo siempre los respetaré. ¡Cuánta presión sienten y cuánto lamento su dolor!
Si como sociedad entendiéramos que tenemos derecho a amar a quien queramos, mis pacientes, en lugar de anunciar orientaciones sexuales al llegar al consultorio, anunciarían las relaciones de pareja en las que están y cuáles conflictos tienen. “Hola, soy Juan y estoy en una relación de pareja donde me ocurren ciertas cosas que quiero trabajar.” Ya quedará de mi parte indagar el género de esa pareja, si es que fuera relevante.
Finalmente, ya más de una vez me ha tocado aclarar este punto y lo hago con amor, humor y profundidad: “Yo no me gradué como terapeuta de parejas heterosexuales. Yo soy terapeuta de parejas. Punto. Y que asistan las parejas que quieran mejorar sus relaciones.” No te discrimines, no hay necesidad. Y si alguien te discrimina, déjalo con su problema. Pero al discriminarte a ti, el problema es tuyo. Cierro con esta frase: normalicemos la individualidad.