En 1937, el ingeniero Angel Graterol Tellería compró un carro en Tomassi Hnos, en Ciudad Bolívar, y lo fue a recibir directo de fábrica en Estados Unidos. La compra de ese automóvil formaba parte de un viaje desde Nueva York hasta Atlanta y Florida para conocer los avances de la ingeniería norteamericana en la pavimentación de carreteras.
¿Qué no se puede hacer con dólares? En esa época nuestra moneda era una de las más fuertes del mundo (desde Gómez, la Venezuela petrolera tenía un cambio fijo de Bs 3,30 por dólar) y eran muchos los venezolanos que se matriculaban para estudiar en Europa y Estados Unidos.
En esos años la conexión Maracay-Ciudad Bolívar en un avión Latecord de Aeropostal, con escala en San Fernando de Apure, era para los guayaneses la única alternativa para ir por vía aérea a Caracas. Por los maltrechos caminos que hacían de carretera era bien tortuoso aventurarse por carro.
Ángel Graterol Tellería relata que al llegar a Nueva York lo primero que hizo fue ir a buscar su Oldsmobile 1938, comprado en Ciudad Bolívar
“Yo quería un Oldsmobile, modelo 38, sedan de dos puertas...” relata Graterol Tellería en su libro Camino Andado, y agrega que al ver su carro en la agencia de General Motors, en Nueva York, exigió tapicería de cuero. Una semana después se lo entregaron –suiche en mano– en Atlanta.
Es más, sin inconveniente alguno, le permitieron colocarle un par de placas del “Estado Bolívar, Distrito Heres” que se había llevado en la maleta en el largo viaje que emprendió por barco, primero en el vapor “Delta” –en ruta Ciudad Bolívar-Puerto España– y luego en un trasatlántico que lo condujo de Trinidad a Nueva York en un par de semanas, con escala de tres días en Puerto Rico.
El esplendor de Ciudad Bolívar
En esa época, para nosotros los orientales, Ciudad Bolívar era obligada referencia de civilización, negocios y moda: “Lo mejor de Europa está allí”, le oí decir a mi abuelo Evaristo Mata, uno de los grandes navegantes de nuestra playa de Pedro González, al contar lo difícil que fue para los barcos margariteños remontar a vela por el Orinoco hasta la antigua Angostura, desde Tucupita y Pedernales. El motor estaba aún reservado con exclusividad para los grandes vapores.
En 1937 la navegación por vapor a Trinidad era lo más frecuente
Ciudad Bolívar deslumbraba con sus teatros, cines, hipódromo. Virgilio Decán, muy muchacho, todavía estaba muy lejos de ser el famoso narrador hípico Alí Khan. Las corridas de toros formaban parte de una cultura aún inexistente en muchas otras regiones de nuestro país. El Circo Monederos llenó toda una época. Ninguna ciudad de mujeres más bellas.
“Comer la cabeza de zapoara (o sapoara) era signo de quedarse para siempre” atrapado en las redes del amor, en una tierra que es lo más grande en la hospitalidad y buen trato para el forastero. Eso le sucedió a Francisco Carreño, músico margariteño de Porlamar, y hermano mayor de Inocente Carreño, quien en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial popularizó su sabroso merengue “La Sapoara”, alegre y pegajoso homenaje a uno de los apetitosos peces del Orinoco. Para Carreño, la cabeza de la sapoara fue una irresistible tentación.
“Me la comí, / que atrocidad, / puse la torta por mi terquedad...”
En su libro Graterol nos cuenta que en “El Luchador”, el bachiller Ernesto Sifontes, “con los pantalones arremangados y una flor roja en el ojal de la chaqueta”, escribía breves crónicas sobre los niveles del Orinoco, precios del pescado y abundancia o escasez de ciertos productos.
Era la Ciudad Bolívar del turrón de semilla de merey, mazapán “y la mercancía de contrabando de Trinidad que solía ofrecer Crucita Southerland (La Negra)”.
Fotos archivo EvarÍsto Marín