Todo cambió después de la Segunda Guerra Mundial. Carros, aviones, transporte marítimo, comunicaciones, el cine.
Los nuevos diseños, con cambio automático y palancas de velocidad sincrónicas más suaves, cauchos sin tripa y de banda blanca, radios, aire acondicionado, cojines de tela de vistosos colores le dieron a los automóviles más belleza y confortabilidad.
A partir de 1946, el jeep Willis, sin techo –con tracción en las cuatro ruedas– y la vistosa motoneta italiana Vespa, cómoda, con todos los mandos en el manubrio, fueron toda una novedad. Los legendarios y batalladores aviones a hélices, Douglas DC 3 comenzaron a ser reemplazados por otros más grandes y de potentes turbinas. Los barcos a motor proliferaron. El teléfono de mesa y el televisor entraron a formar parte de los hogares, oficinas y comercios de Estados Unidos y otros grandes países.
El pantalón dejó de ser exclusivamente para hombres. Con el pelo corto, las mujeres recortaron también el largo de las faldas y en un santiamén pasaron de aquellos anchos bombaches, tipo pijamas, al uso generalizado del apretado pantalón de blue jean, ese vaquero que con atractivo juvenil pasó a ser lo más común en el vestir sin distingos de raza, color, religión o sexo. Christian Dior y la famosa Coco Chanel revolucionaron el planeta con novedosos diseños de ropa y perfumes hasta convertir a París en capital de la moda. Jean Marie Farina y Vetiver se vieron obligados a bajar los precios para no salir del mercado de fragancias.
Después de la guerra los cambios fueron sorprendentes y radicales, pero el mundo no olvidó. Los crímenes protagonizados por Adolfo Hitler, su carnal Benito Mussolini y su pandilla de aliados del imperio nipón, estarán para siempre en la memoria de lo más siniestro. De todo lo malo que nos ha sucedido y aun nos pueda suceder, ellos y sus émulos, antiguos y actuales, son eternos culpables. Eso es lo que nos ocurre cuando pensamos entre civilización y barbarie.
“Arroz Amargo” (1949), con Silvana Mangano, retrató el drama de la Europa devastada por la guerra
El cine de la posguerra
En un mundo en paz, el gran cine también cambió. La fantasía, lo mágico, lo inverosímil, lo espectacular, nada de eso dejó de existir, pero la diversión cinematográfica también nos trajo, después de la guerra, películas con alta dosis de realismo, de angustia, belleza, dramas y proezas de la vida humana. Hollywood siguió deleitándonos con sus vaqueras y sus bandidos del oeste, sin echar a un lado, con notables avances fílmicos, las grandes hazañas bélicas y el horror y las crueldades padecidas en los terribles años del holocausto nazi.
Cuando Vittorio De Sica nos obsequió, en 1948, Ladrones de Bicicleta, retrató a la Europa devastada y hambrienta de la posguerra. En filmes de escasos recursos y mucho talento artístico, Italia con la crudeza de sus dramas, Francia con sus espectaculares musicales y bellas historias de amor –Brigitte Bardot comenzó un desfile que ahora cautiva con Amelié– y el cine de suspenso británico maravillaron al mundo. Eso alertó a Hollywood sobre la necesidad de invertir en producciones de alto costo y de tecnología avanzada para mantener el liderazgo internacional del espectáculo cinematográfico. Privó la competencia. Hollywood se apoderó de la audiencia.
Jorge Negrete y María Félix fueron ídolos de la época de oro del cine mexicano
Con la desaparición de Jorge Negrete, en 1953 –México lindo y querido, si muero lejos de ti– y de Pedro Infante, en 1957, el cine mexicano perdió en poco tiempo a sus más grandes charros cantores. Los bellos rostros de María Félix y Miroslava, los cuerpazos de María Antonieta Pons y La Tongolele, la linda voz de Libertad Lamarque, cautivaban a los venezolanos de la época. Oyéndolo tocar el piano, tan lindamente, nadie recordaba lo feo que era Agustín Lara.
Miroslava impactó por su belleza y su trágica desaparición estuvo envuelta en el misterio
La gran época de ese cine de canciones rancheras, rumberas y actores de grandes sombreros y trajes lindamente bordados al estilo de los toreros, tuvo en Venezuela un público de lo más divertido y escandaloso. En el “Rancho Grande”, un rústico galpón con entrada y salida por el paseo Colón y la calle Bolívar, cuando los protagonistas se besaban, la algarabía era descomunal. “Llevátela para Juan Bimba”, escuché gritar, entre carcajadas a un desaforado espectador, en alusión a la famosa zona de prostíbulos de Puerto La Cruz.
Fotos Archivo EvarÍsto Marín