Gregorio Salazar se anticipó a italianos y árabes. Su heladería, fundada en 1940 con Anacleto Rojas, fue la primera que abrió en Puerto La Cruz cuando gran parte de Europa estaba bajo el acoso militar de las tropas de Hitler, en los inicios de la Segunda Guerra Mundial. Pero en esta geografía –tan lejana al fragor de los bombardeos– sus helados de limón, tamarindo y guayaba llenaban de sabor a una ávida clientela de todas las edades.
Goyo en la portada de su libro publicado en 2004
En su libro
Lo que Goyo quiso contar, Goyo Salazar recuerda las rumbas que se formaban en diciembre cuando era propietario de la heladería La Rosa, en la calle Bolívar.
Margariteño de Punta de Piedras, se hizo comerciante en Barcelona desde muy muchacho. A los 20 años y sin otra experiencia de navegación que no fuera la de acompañar algunas veces a su padre, Aniceto Salazar, capitán de la balandra “América”, en viajes esporádicos entre Margarita y Puerto La Cruz, se convirtió en propietario de un barco “trespuños” –comprado al fiado a don Andrés Graffe–. Y con dos marineros contratados en Guanta se fue hasta Tucacas y comenzó a negociar mercancía venezolana (especialmente frutas) en Curazao, hasta que se le ocurrió incursionar como contrabandista de licores y cigarrillos. Casi pierde su linda embarcación.
Cuando se la devolvieron, la vendió y compró en Puerto La Cruz una molienda de maíz, fundó su heladería y terminó siendo dueño de una editorial y papelería, con equipos de imprenta que otro margariteño, Pepe Gómez, tenía arrumados en una casa. “Esos viejos equipos estaban destinados en un comienzo para fundar, con mi amigo de la infancia, Orestes Di Giácomo, el primer periódico de Puerto La Cruz, pero antes de editar el primer número nos allanaron en busca de Di Giácomo, y ese proyecto se frustró en 1953”.
Para Goyo aquel primer contratiempo con el gobierno de Pérez Jiménez se convirtió en un golpe de suerte. Di Giacómo logró incorporarse a la redacción deportiva de El Universal mientras que en Puerto La Cruz, con su editorial tipográfica, Goyo se dedicaba a imprimir tarjetas, catálogos y cuadernos de facturas para la industria petrolera. Pese al frecuente acoso de la Seguridad Nacional, con ese negocio sí que comenzó a navegar viento en popa hasta convertirse en el más grande empresario papelero de la región oriental.
Cuando llegaba diciembre, el mes de las pascuas, Salazar celebraba el 24, en familia y con sus empleados, su festiva fecha, la misma del niño Jesús. Cuenta muy divertidamente que la fiesta de cumpleaños de Chente, el esposo de su prima hermana Ascensión Salazar, también era muy celebrada cada 28 de diciembre, con hallacas y la matanza de un cochino. Cuando el animal ya estaba asado, Chente, con su porte de fornido pescador, sacaba de su casa a quienes llegaban atraídos por el sabroso olor: “Se me van de aquí, esto es para mí familia”.
Al llegar el momento de su retiro, Salazar dejó a cuatro de sus hijos a cargo de sus negocios de papelería
Goyo era un hombre cargado de anécdotas. Relata que los sábados, después de cerrar la heladería, fue su costumbre compartir con Hermágoras Mangle, Evelio Salazar Vásquez y los médicos Jesús Fidel Salazar y Chuchú Rodríguez, alguna botella de whisky entre chistes y música de rockola. Eso ya era en la década de los 50, cuando Goyo y Julianita Marval, su esposa, también margariteña, estaban llenos de muchachos. Si no me equivoco, fueron ocho los hijos de esa larga unión.
El recordaba que en los tiempos cuando instalaron los primeros teléfonos en Puerto La Cruz, en una madrugada y con unos tragos encima, Chuchú Rodríguez, tuvo la traviesa idea de llamar a la casa del dentista Constantino Hagliagy Divo, porlamarense de origen árabe, conocido como “el Dr. Costy” y luego de hacerlo despertar, se presentó como el abogado Sosa, de Pozuelos, para decirle que necesitaba urgentemente sus servicios, “pues tengo una pelea este domingo y resulta que al gallo se le ha presentado un maldito dolor de muela y necesito que se la venga a sacar”. Como era de esperarse Hagliagy reaccionó arrechísimo y le colgó el teléfono entre mentadas de madre.
La furia no terminó allí. Muy tempranito, cuando Hugo Santana abría la farmacia Claret, muy cercana a su casa, el dentista lo desafió a pelear, entre insultos. Estaba que no creía en nadie y después de tropezar y lanzar al suelo un montón de frascos, se fue por donde vino lanzando improperios, sin que el sorprendido Santana se explicara aquella colérica conducta.
Si el Dr. Costy llega a saber que el autor de la llamada era Chuchú Rodríguez, lo mata, pero Goyo Salazar guardó muy bien el secreto hasta que escribió su libro autobiográfico, publicado en 2004.
Fotos Archivo EvarÍsto Marín